Tengo muchos recuerdos de la casa de Vía España de mi abuela. Quizás porque “tuve uso de razón” durante los últimos años que ella vivió allí; quizás porque mi familia ocupó el primer piso de la misma alguna vez o quizás solo porque me parecía la casa más bella de la bolita del mundo amén y muchos de sus detalles se grabaron en mi memoria con tinta china.
No me parecía una casa lujosa (aunque qué podía yo saber de lujos a los diez o doce años) pero sí un espacio perfecto para la ciudad donde quedó incrustada en la primera mitad del siglo XX. Espaciosa, bien ventilada, con techos altos y mucha luz. Con sus “espacios prohibidos” para los niños, sus grandes patios para corrinchar y, como ya les he comentado antes, su cuarto “embrujado” y demás rincones perfectos para que la tropa se inventara toda clase de aventuras.
Tenía dos pisos, como se estilaba por aquellos días, techos de tejas y el jazmín, siempre generoso con sus flores perfumadas. Me cuenta mi mamá que, inicialmente, cuando llegaron allí desde la Calle Quinta del barrio de San Felipe la familia vivía en el primer alto, mientras que las dos viejas nanas ocupaban el cuarto que nosotros, años después, bautizamos como el cuarto embrujado. Eventualmente, la bisabuela y los abuelos se fueron mudando a la planta baja.
Así conocí yo la distribución poblacional cuando aparecen en mi mente las primeras imágenes. Mis abuelos compartiendo una amplia recámara dividida en dos por unas puertas de acordeón de madera con vidrio y mi tío en la otra recámara. En medio un pequeño baño que compartían los tres. Imagínense, semejante caserón y todos sus habitantes compartiendo el pequeñísimo baño que no era más que pasillo. Y es allí donde vamos a pasar hoy este rato.
Resulta que hace unos días compré un jabón Yardley de English Lavender. Siempre me ha gustado como huele y estoy segura de que es porque así olía ese pequeño rincón del que les hablo. Si uno entraba por el cuarto de mi abuela, primero se topaba con el lavamanos, que era de pedestal y encima el espejo/botiquín. Justo en el centro, la regadera con una puerta de vidrio tallado con alguna figura mítica. En el cuarto original de mis abuelos en el primer piso la figura era una sirena, pero ésta, me matan y no recuerdo de qué era el grabado.
Justo enfrente de la regadera un pequeño clóset en el que se guardaban las toallas de color caqui bordadas con iniciales verde botella, las cajas de jabón Yardley, que tenían la figura de una violetera de algún siglo pasado y adentro tres jabones envueltos en una especie de papel crespón y con un cintillo de papel con su medallón en el centro. Estaba además la latita de metal con boquilla plástica de cuyos huequitos salía el polvo con la misma fragancia, el cual con una gran mota se dispersaba por el cuerpo–y todo el piso del baño–. Por último, el escusado justo antes de la puerta que pasaba al otro cuarto.
Todo este cuento para comentarles que el jabón que compré recientemente, si bien mantiene su aroma original, ahora ha cambiado un poco de forma y totalmente de color. Yo lo recuerdo de un color verdoso oscuro, casi chocolate. Como entre las barras de Heno de Pravia y Maja de Myrurgia. Ahora es cremita tirando a amarillo. Me enredé. Y ya que andaba por aquellos recuerdos olorosos se apareció la lata de polvo My Fair Lady de Cussons con la doñita con abrigo de piel. ¿Qué les puedo decir? Así me funciona la cabeza.