Hace unos días estaba yo planchando unos tapetitos para poner la mesa y como eran de hilo tuve que remojarlos y rociarlos con un poquito de almidón para lograr que quedaran como yo quería. No sé si alguna vez se los habré comentado, pero me encanta planchar así es que cuando tengo gente invitada a comer en casa yo misma plancho los manteles y servilletas. Cada quien tiene sus manías. Yo tengo las mías.
Como suelo estar bastante ocupada en las “horas laborables” esta tarea generalmente la hago tarde en la noche o muy temprano de mañana, ambas horas en que ya no hay gente circulando por la casa así es que me instalo sola en el comedor y puedo planchar a mis anchas mientras escucho música o algún audiolibro. Por lo tanto, la planchada se convierte en uno de esos ratos, muy escasos hoy en día, en que uno puede estar acompañado únicamente por la propia persona y los propios pensamientos.
Estaba yo recibiendo el día con mi plancha y las botellas con atomizador que tengo siempre preparadas para estos menesteres: una de agua y otra con almidón. De repente, entre tapetito y tapetito, me transporté en mi alfombra mágica a los días de la infancia en que me pasaba horas brujuleando entre las cocinas y áreas de lavado de las casas que me eran familiares, llámese la propia, la de mi abuela y las de mis tías abuelas.
En algunas podían ser la “nanas” quienes hacían los oficios y en otras la propia “abuela”. El caso es que no había diferencia entre una y otra pues lo divertido era tratar de que lo dejaran a uno hacer alguno de los “oficios” que ellas tan diligentemente ejecutaban. Como ahora estoy en el tema planchado, no les voy a contar sobre espulgar y ventear el arroz ni sobre desgranar guandú ni pelar naranjas sin que se rompiera la cáscara sino sobre el oficio de dejar la ropa y demás telas en perfecto estado para su uso.
Los pañales de mis hermanos pequeños –con los que, por cierto, aprendí a planchar– luego de remojados, lavados, hervidos y asoleados se planchaban y se doblaban dejándolos como aquella especie de triángulo que solo había que abrir y colocar debajo del niño que se cambiaba para que todo quedara perfecto.
Pero lo que más me gustaba era sentarme junto a esa palangana enorme de aluminio galvanizado en la que reposaban unas “turrumitas” de ropa. Eran prendas de vestir que habían llegado “tesas” (como decimos aquí tiesas) del tendedero y había que darles cariño para que se pudieran planchar. Entonces, junto a la palangana con la ropa había también un recipiente con agua en el que uno metía la mano y “agarraba” un puñado del líquido (que no era vital) y movía la mano a la altura de la muñeca de arriba hacia abajo bruscamente para salpicar la pieza mientras la iba “embolillando” sobre ella misma para que retuviera la humedad.
Hoy me doy cuenta de que no estaba al tanto del proceso de almidonado, aunque sabía que se hacía dada la apariencia perfecta de la ropa de “la gente grande”. Y bueno, luego de aquel maravilloso viaje me caí de la alfombra mágica directo frente a esta amiga computadora para completar tareas más cónsonas con el siglo XXI,
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