La semana pasada los dejé a medio camino de nuestra visita a Vietnam, y aunque para cuando esto salga publicado ya habremos regresado, mientras lo escribo estoy todavía en este lejano y amable país.
Ya para estos días hemos descubierto que con ellos hay que comunicarse por señas porque aunque se saben un par de palabras en inglés, no son muchas ni necesariamente las saben poner en contexto. Así, pues, para comprar ponen el precio en una calculadora y de allí va uno pidiendo rebaja, a menos, claro está, que se trate de una tienda muy “popof”, en cuyo caso tan pronto se pregunta “¿cuál es su mejor precio?”, ellos muy serios dicen “fixed price”. Ni modo, pues, en las cosas finas no se puede pedir rebaja.
Si bien quedan algunos monumentos que visitar -más bien nuevos- no es mucha la oferta, ya que en este país lo que ha abundado son las guerras, invasiones, más guerras y más invasiones. Buscando algo bueno en todo eso encontramos que la multiculturalidad es increíble. De salida, muchas tribus/etnias habitan distintas regiones del país y cada una aporta su forma de hacer las cosas. Viven en casas diferentes, dependiendo del clima o la actividad de subsistencia que desarrollen. Se especializan en distintas artesanías, igualmente dependiendo de lo que tengan a la mano, pero todo tiene su encanto.
Se nos queda pendiente visitar “el interior”, pues nuestra gira se concentró en ciudades de mayor importancia, y uno ni sabe si volverá por estos lares, pero ya se verá. Lo que sí les digo es que ya somos expertos cruzando la calle, una actividad que requiere no solo de práctica, sino de una valentía y cálculos excepcionales, pero hasta eso se aprende.
Los franceses dejaron algunas cositas por acá, más que nada edificios, pero honestamente no veo que su cultura haya permeado al pueblo vietnamita, quizás no se tomaron el trabajo de enseñarles, porque no hay duda de que aprenden rápido.
Dentro del caos que funciona en cada ciudad hay una especie de orden subliminal que todo el mundo respeta. Por ejemplo, semáforos hay poquísimos, y motonetas, millones, y se mueven en hordas pero nadie choca a nadie. Me da la impresión de que se leen la mente unos a otros y así logran que haya orden en el desorden. Pitan, eso sí, pitan como locos y dicen algunas frases que supongo yo, ayudan al movimiento fluido del montón de vehículos.
Desayunan sopa. Bueno, toman sopa con fideos a toda hora. Le cambian un poco el nombre dependiendo de cómo preparen el caldo, pero de mañana, tarde y noche se les ve con su tazón, su cuchara y sus palitos. Yo he adoptado la sopa para el desayuno con la esperanza de que me ayude a ponerme tan flaca como todos los cuerpos que deambulan por la calle porque gente gorda aquí no hay. No sé todavía cuál será el resultado final, pues supongo que debo mantener la costumbre por varios años, pero ahí se verá.
Por lo pronto, a escasas horas de volver a casa me despido de Vietnam con ganas de ir más adentro, no sé si algún día podré, con tanto mundo que a uno le falta por conocer, pero ahí queda ese pensamiento en el tintero.