Antes, cuando era joven y bella, jamás se me perdían los días. Independientemente de que hubiera feriados a media semana, o días puente que dieran como resultados fines de semana interminables durante los cuales siempre, siempre, siempre teníamos energías para subirnos a un carro y dirigirnos a cualquier destino del interior de nuestro país que nos pareciera interesante o divertido.
Nada nos impedía manejar por horas de horas con el carro lleno de chiquillos propios y ajenos y suficiente carga como abastecer un campamento de cincuenta personas por un mes, aunque el viaje solo fuera, como ha he mencionado, por cuatro días. Hoy en día el asunto es un poco diferente. Los viajes han disminuido pues ahora son nuestros hijos los que parten de safari y nosotros mucho menos y, cuando lo hacemos, la carga suele ser menor. Aunque si mi marido lee esto, dirá que es falso, que yo no puedo viajar con alimentos para menos del susodicho mes.
Pero bueno, el tema de hoy no incluye ni los viajes, ni las empacadas, ni los coolers llenos de comida, sino los días que se me pierden. ¡Ajá! Se me pierden, especialmente luego de los fines de semana largos. No sé si tiene que ver con el hecho de que ya no voy físicamente a una oficina lo cual me obligaba a saber, sin lugar a duda, si navegaba en un martes o un miércoles, pues desde hace muchos años trabajo desde mi casa, sino con el simple hecho de que el cerebro me funciona diferente, por no decir menos o más lento.
Es un hecho comprobadísimo –por la mismísima yo– que la afirmación anterior es completamente cierta. No tiene sentido negarlo, hace rato que no funciono “en quinta” por usar un lenguaje automovilístico, de a vaina llego a segunda y muchísimas veces me quedo patinando en neutral. Y cuando tengo que hacer varias cosas a la vez… eso de multitasking, como dicen los jóvenes, en lo cual solía ser experta, la cosa se pone color de hormiga porque vaya usted a saber si voy o vengo.
Aquellos días que amanezco en negación total porque me da mucha rabia el paso del tiempo y su crueldad, me digo que lo que pasa es que estoy cansada porque… bueno, porque sí, porque me da la gana, cuando en realidad sé muy bien que el cansancio es cincuenta por ciento real y cincuenta por ciento inventado, únicamente para no aceptar la realidad.
¡Uy! Y si los días puente son producto de fiestas de esas en que a uno se le pegan el día y la noche –en los tiempos de antes parrandeando y en los de ahora cocinando– ni les cuento el guacho que formo. Ustedes dirán que no es de vida o muerte pues al final alguien siempre toca la campana del martes, pero en mi caso, que debo cumplir con fechas de entrega, corro peligro de ser despedida de forma permanente.
No vayamos muy lejos, este año 2024 empezó con dos fines de semana largos y las columnas de estas primeras dos semanas llegaron a su destino por purito milagro y gracias a la paciencia de santa de la editora. ¡Gracias!
Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.
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