Entre las muchas tradiciones del Camino de Santiago está aquella de llevar de casa una piedra para dejar a los pies de la Cruz de Ferro, uno de los destinos icónicos de la ruta. Localizada entre Foncebadón y Manjarín es también el punto más alto del Camino.
Cuando uno se va acercando, con la lengua afuera, por supuesto, se aprecia un montículo de piedras sueltas, en el centro un tronco altísimo y encima del mismo una pequeña cruz de hierro. No es la que originalmente coronó el modesto monumento, pero es la que conocemos los peregrinos desde que la original fue trasladada al Museo de los Caminos en Astorga.
Allí ve uno, además de piedrecillas, trapos al viento, pedazos de camisas y camisas enteras y toda suerte de recuerdos que los peregrinos van dejando con algún propósito en mente.
Las piedras simbolizan los pecados que uno lleva en el corazón de los cuales quiere deshacerse. Hay quienes, además de los pecadillos propios, llevan los de alguien más. Cada uno con lo suyo. Más recientemente el concepto del pecado dejado atrás ha migrado un poco hacia una pena de la cual nos queremos deshacer, una petición propia o ajena por la cual ofrecemos el sacrificio de cargar la penitencia.
En 2010 yo, muy bien mandada recogí unas piedras hermosas del fondo del río de mi finca, una por mí, y otras por mi esposo y mis hijos. Las cargué en mi mochila, que de por sí iba más pesada de la cuenta, pero las piedras allí permanecieron. Las puse formando una linda flor a los pies de la cruz con la esperanza de que hicieran su magia. Lo cierto es que el depósito alivió un par de onzas de peso en la mochila.
Estando sentada yo en la sala de espera de Iberia lista para abordar de repente me cayó la teja y ¡oh, no! Se me quedó la piedra. Mi marido no entendió el ofusque pues como había olvidado contarle la historia de la piedra ni falta que le hizo. Así pues, me quedaré yo sola con la mortificación de no poder cumplir el ritual. Pero no me conformo así es que algún guijarro recogeré antes de llegar para dejarlo con la necesaria reverencia en el sitio que corresponde. Recordaré a “Luci-grina” mientras lo hago pues fue en su compañía que llegué a ese destino en 2010.
Si hay algo que he aprendido en los 66 años que llevo recorriendo senderos por la vida es que no hay que perder el sueño por asuntos que no valen la pena. Me gusta hacer las cosas bien, pero la perfección me pone nerviosa y cuando uno se embarca en una aventura tan especial como el Camino no será la falta de una piedra lo que lo arruine. Así es que empezaré sin piedra y llegaré a Cruz de Ferro con una. Eso se los puedo garantizar.