Saben que me gusta planchar. Se los he contado antes. ¿Por qué? No tengo la más remota idea, aunque si me pongo a filosofar podría concluir que cuando mi hermana (la que me sigue) y yo éramos niñas mi mamá nos ponía a planchar los pañales de nuestros hermanos menores. Asumo yo, que el ser receptora de tal tarea, que en aquellos días me lucía supremamente importante, me hacía escalar a una posición destacada en la vida.

Claro que habíamos recibido instrucción detallada sobre el susodicho arte y lo practicábamos con total dedicación. Como las planchas no tenían vapor la prenda a planchar había que “remojarla”. Ese es otro arte por sí solo sin el cual la plancha nunca quedaría igual. Creo que ese lo debo haber perfeccionado torturando a las planchadoras en aquellos días en que no se podía salir a jugar al patio por cualquier razón, motivo o circunstancia.

La cosa era más o menos así: había un platón grande, bien grande, galvanizado. Quizás dos, ahora no lo recuerdo bien. Y digo dos, pues la ropa que se tendía a secar debía recogerse en algún vehículo que impidiera que se ensuciara en su camino hacia la plancha. Se imaginan que esta ropa secada al sol quedaba tostadita, tostadita, pero todo era parte del proceso de “blanqueo y desinfección”.

En un cubo o recipiente más pequeño había agua. Se sostenía la pieza de ropa en una mano y la otra se metía en el agua y se “rociaba” la pieza de ropa cuidando que no quedara encharcada en ninguna de sus partes, pero sí ligeramente humedecida. A medida que uno iba rociando la prenda con agua se iba “recogiendo” con la misma mano que se sostenía hasta formar una especie de tamuguita que luego se colocaba en el platón grande. Así continuaba uno hasta tener todas las piezas remojadas y solo en ese momento se iniciaba el proceso de plancha.

Recuerden que las planchas no tenían vapor ni teflón para que no se pegaran a la ropa, así es que había que tener mucho cuidado durante todo el proceso. Nada de descuidarse con la plancha reposando sobre la camisa porque ya saben lo que ocurría: una enorme mancha chocolate con la forma de plancha quedaba marcada para siempre en la camisa, que de allí en adelante solo servía para ser cortada y usada como trapo.

Yo sé que cada planchadora tiene su orden y su sistema, pero el de la casa era primero el cuello, luego las mangas por detrás, se pasaba a las mangas por delante, a esto seguía la parte de atrás de la camisa y por último el frente. Una repasada al cuello para marcar el doblez y listo. Los pantalones iban de bolsillo a pretina a piernas. Hasta el sol de hoy sigo amando esta labor y si tengo invitados a comer yo misma plancho manteles y servilletas. El vestido de bautizo que bordó la tía Julia Zachrisson hace casi 70 años solo lo plancho yo. Perdonen, pero es que me puse a planchar una camisa de hilo y se me puso rebelde así que fue necesario revivir el remojo.