Dado que estamos en tiempos de pandemia, ‘deliribi’ y otros animales, se me ocurre que en lugar de cumplir hoy sesenta y cinco años en español, ‘sixty five’, en inglés, o en cualquier otro idioma, puedo cumplir en espanglish, una de las lenguas preferidas de los panameños, entre los cuales me incluyo.
Acabo de respirar hondo. Se me hace que son muchos y el suspiro es porque ni cuenta me di en qué momento transcurrieron. No me quejo, todos me han gustado. Unos más que otros, claro, pero eso no quiere decir que siento deseos de borrar ninguno del libro de mi vida. Es más, creo que a “los malos” los quiero más. Fueron mejores maestros. Igual que ocurría en los centros de estudio: eran aquellos profesores más jodidos y estrictos de los que más se aprendía.
¿Qué puedo contarles de estos primeros sesenta y cinco? Dudo si debo empezar por el principio o por el final. ¿Qué tal en la mitad? En los treinta y dos y medio. Corría 1987 y yo iba ─empezandito la crisis política de aquellos años─ terminando con mi segunda tanda de hijos. No fue fácil cuidar bebés justo entre Vía España y Calle 50 (a una cuadra de cada avenida) con los vapores de bombas lacrimógenas y demás ocurrencias, pero lo logramos. Un año después estaríamos en Costa Rica, regresando a casa justo para las elecciones y así poder vivir lo que se ha bautizado como “la invasión”.
En retrospectiva éramos jóvenes, y jurábamos que sabíamos mucho. Así suele ocurrir con las edades: uno siempre piensa que vive en la que más se sabe. Es probable que sea cierto pues a los dieciocho sabemos más que a los diez y a las cuarenta más que a los dieciocho, aunque nos quede todavía mucho por aprender. ¡Qué importa! A fin de cuentas, algo de seguridad en uno mismo hay que tener en cada momento de la vida, de lo contrario jamás tendríamos la valentía suficiente para avanzar.
No me avergüenza contarles que amé mi niñez y juventud y que si ocasionalmente me ataca la nostalgia por algún tiempo vivido es por aquellos años. No me ofusco pues quién ha dicho que solo a los diez años podemos zambullirnos en un río o colgarnos de una liana o salir a patinar. No hay ley que prohíba a los adultos hacer eso, además de atrapar cigarras, sentarse en la rama de un árbol, correr por el campo, chorrearse comiendo mangos y bañarse en el aguacero. Alguien tiene que enseñarles a los niños de hoy, antes de que sea muy tarde, que generen sus propias memorias de infancia.
Hablando de gentes, extraño a quienes se han ido, algunos cuando les tocaba, otros antes de tiempo, sin embargo, en mi universo todos perviven, me acompañan e incluso, ocasionalmente, me aconsejan. Solo desaparece quien se olvida y yo, para ciertas cosas, tengo muy buena memoria. Y, por cada ausencia, el universo nos regala una nueva presencia, no olviden eso.
Hoy la celebración será distinta a las otras sesenta y cuatro, aunque en realidad cada una ha tenido personalidad propia. Habrá distancia física con quienes me gusta tener cerca, más sé que no estarán muy alejados de mi corazón. Así son las cosas. Y, aunque hoy sé más que ayer, seguramente mañana sabré mucho más.