Mientras escribo este texto cae un diluvio universal, un chaparrón de marca mayor, de esos que de niños nos obligaban a salir y corretear debajo del chorro de la teja esquinera de la casa de la abuela. Extraño bañarme en el aguacero. Pararme bajo el agua con los brazos abiertos, la cara mirando al cielo, los ojos cerrados y la boca abierta tratando de atrapar hasta la última gota de agua que imaginábamos cristalina y pura. Hoy no me consta lo de la pureza y la “cristalinidad” pero ya no me baño en el aguacero.
No me baño en el aguacero porque no tengo donde. Porque vivo en la ciudad y aquí ya no hay casas con techos de teja, ni con chorro esquinero, ni aguas limpias. Hay torres enormes rodeadas de cemento. Los jardines son en casi toda la capital cosa del pasado. Ya no se pueden cosechar mangos camino de aquí para allá, marañones ni pensarlo, y cañafístula es palabra desconocida. Lo que sí hay en abundancia es un calor tremebundo, que por sí solo invita a que uno se dé un buen chapuzón cualquier martes del mes.
Ya he cerrado todas las ventanas de mi apartamento, porque a diferencia de aquellas “Miami Windows”, que los arquitectos de hoy encuentran horrorosas pero que son muy prácticas en climas como el nuestro, en que uno necesita generar ventilación cruzada y ahuyentar las aguas de los torrenciales aguaceros como el que veo caer en este instante, y estoy aquí sentadita pensando que a falta de baño de aguacero, me caería muy bien estar tirada en una hamaca, en alguna terracita, escuchando la lluvia y deleitándome con el frescor que genera.
Sueño con una hamaca de esas de tela multicolor en las que uno puede enrollarse como un bollo de maíz nuevo cuando tiene frío y sacar una pierna por un lado para mecerse y dejar entrar el viento cuando tiene calor. Una hamaca de esas en que se puede dormir la noche entera sin miedo a caerse, como ocurre a veces con esas bonitas de palo que yo nunca he aprendido a manejar. ¡Qué delicia pasar una tarde lluviosa acurrucada en un pedazo de tela leyendo! Leyendo lo que sea, un buen libro, uno malo, una revista cuyo contenido se evapora del cerebro justo media hora después de haber entrado, una vieja carta de amor, cualquier cosa. Lo sabroso es sentirse acompañado por un cuento.
Alguien muy querido también es buen compañero en una hamaca, siempre y cuando se encuentre la forma de que ambos cuerpos se acomoden sin enterrarse hueso alguno, ni hacer movimientos imprevistos que ocasionen una caída. Porque, francamente, caerse de una hamaca es fatal. Más aún a las edades en que los huesos están más propensos a romperse.
Sucede que en este apartamento donde vivo no tengo hamaca, y creo que sería muy mal visto que me asomara a un espacio público a empaparme con agua de lluvia. Así pues, no me queda más remedio que quedarme plantada frente a la pantalla de mi computadora compartiendo con ustedes los sueños locos que tengo los lunes a mediodía mientras veo llover.
Me consuela el hecho de que hay todavía sitios que puedo visitar en los que ambos sueños se pueden hacer realidad. Agrego que para que de verdad sean súper divertidos, me gustaría añadir a mis nietos para que algún día, sentados frente a una pantalla de algún aparato, recuerden cuando su abuela los dejó bañarse en el aguacero.