Cada noche o, mejor dicho, durante la noche, cuando se me enciende el bombillo (jajaja… he sonado como alguien más porque yo soy de las que se me prenda el foco) y me visita una idea que me parece buena para esta columna tengo dos opciones: levantarme, ahuyentar completamente el sueño que tengo pendiente y anotar la idea o convencerme de que no se me olvidará y seguir durmiendo. Se podrán imaginar que en el 99% de las instancias en que opto por la segunda, amanezco con un gran hueco en la mente en aquel lugar que una vez ocupó la idea.

El punto aquí es que mi memoria está directamente ligada con lo que sale de mi pluma. Es decir, a medida que voy escribiendo se van grabando los conocimientos en la mente. Eso ocurre así desde que estaba en el colegio y por eso, cuando podía, escogía sentarme lo más cerca posible del profesor para no distraerme. Eso también me ocurre, cuando no estoy copiando, me distraigo. Como ven, en mi caso, la cadena de aprendizaje tiene muchos eslabones y no puedo prescindir de ninguno.

Si pudieran verme por un huequito mientras viajo podrán advertir, que incluso cuando me divierto, llevo siempre a mano una libretita y un instrumento de escritura. Así voy reuniendo los interesantes cuentos que siempre comparten los guías. Algunos que serán verdad y otros quién sabe, pero sin los “quien sabe” seguro el paseo no sería tan divertido, porque son los bochinchitos los que hacen que los más encopetados personajes de la historia luzcan como seres humanos de nuestra propia calaña.

Como habrán notado el panorama didáctico ha cambiado desde que llegó el señor virus. Ya no vamos a conferencias, sino que las vemos a través de plataformas digitales. En mi caso se aplican las mismas reglas. El otro día, por ejemplo, estaba viendo una conferencia interesantísima sobre Estambul. Fue larga, tanto así que hubo intermedio. El conferencista era buenísimo y nos llevó a lo largo de toda la historia de esta magnífica ciudad.

Como todavía no he domesticado por completo esta nueva forma de aprender ese día no tenía a mano los consabidos “papel y lápiz” sin los cuales soy incapaz de asistir a un evento del que quiera llevarme algo de recuerdo. Y, sí, tengo todavía algunos datos rondándome la cocotera, pero no tantos como me habría gustado. Estoy segura que otro sería el panorama con anotaciones.

Conclusión: lo que no apunto se me olvida. O más bien no me lo aprendo. Así de sencillo. Y se podrán imaginar que en más de una ocasión quienes andan conmigo me miran raro cuando sentadita en un bus rojo de esos que recorren las ciudades yo saco mi papelito y empiezo a rayar. Hay un solo problema en estos tiempos y es que nunca he tenido buena letra (calígrafía) y con el paso del tiempo la tengo peor, peor, peor. Anoto… y qué lío después descifrar aquellos garabatos que por haber sido consignados de apuro y mientras el mundo se movía, parecen jeroglíficos egipcios.

Cuando llevo mi computadora y la charla dura menos que la batería, puedo tomar apuntes completos. No crean que soy mejor mecanógrafa que calígrafa, pero ahí más o menos me defiendo. Ahora estoy tratando de perfeccionar un método para anotar en la computadora mientras estoy usando la misma computadora para una vídeo conferencia. Voy progresando. Porque, como ya lo saben, lo que soy es terca así es que cuando me propongo algo, no duermo hasta que lo consigo.