En los tiempos en que todo era mecánico, y no electrónico como es hoy en día, los timbres eran bastante estándar. Para la casa estaba el clásico botoncito redondo color crema que se instalaba en una chapa igual a la que bordeaba los interruptores de la luz o, en algunos casos una un pelín más elegante. Dentro de la casa —muchas veces en la cocina— estaba la campana. Un aparato generalmente redondo de metal que vibraba y sonaba cuando alguna pieza que debió tener dentro la golpeaba. Nunca desarmé uno así es que no puedo describir sus tripas de forma exacta. Sin embargo, al verlo parecido a las dos campanas que tenían los relojes despertadores como sombrero asumo que sería algo parecido.

Esos eran otros timbres que comúnmente usábamos: los relojes despertadores. Escandalosos a morir, pero bastante ingenuos a la hora que uno quería apagarlos pues con solo abalanzar la mano sobre las dichosas campanas se bajaba un palito que las hacía callar automáticamente y hasta allí llegaba la despertada. Porque aquellos que volvían a sonar cada cinco minutos no llegaron hasta los años setenta creo yo. O por lo menos a mi casa llegaron por esas épocas. Lo interesante de todo esto es que yo no recuerdo jamás usar un despertador para despertarme para ir al colegio. No sé si sería que el reloj biológico funcionaba al segundo o si alguna nana pasaría despertando gente. Honestamente tengo una laguna enorme con respecto a esa vivencia.

El timbre del colegio era exactamente igual solo que por alguna razón se escuchaba más fuerte. Mucho más fuerte, pues sus indicaciones tenían que poder escucharse hasta el último rincón del plantel, fuese este el laboratorio de lenguas a través de los audífonos en que alguna maestra virtual nos hablaba o el gimnasio. No había mucha diversidad, timbre era timbre y punto.

Ahora, uyuyui... todo es distinto gracias a la electrónica. Tan solo en los teléfonos esos que se juran más inteligentes que uno —y a veces lo son— hay catorce millones de timbres y, yo no sé a ustedes, pero a mi se me forma un soberano zafarrancho. Fíjense nada más lo que me ocurrió el otro día. Quería cambiar el timbre de algo, ya no me acuerdo de qué. El asunto es que cambié el sonido de la alarma que me suena cada mañana de lunes a viernes a las 5:30 de la mañana para recordarme que tengo que alistarme para ir a trabajar en el proyecto que tengo andando. Se imaginarán que no me di cuenta qué había cambiado.

Entonces, llega el lunes y el teléfono arranca a sonar. Una música exactamente divina salía de las bocinas, ´Melodie´ de Tchaikovsky, yo, que seguía dormida a pesar de la insistencia del teléfono, en mis sueños pensaba “qué música más bella está sonando”. Ya saben, así como cuando uno sueña que está soñando, pero lo que está soñando está ocurriendo en la vida real. Y pasaba el tiempo y yo feliz soñando que estaba soñando hasta que mi marido me mueve el brazo mientras pregunta ¿no te vas a levantar?

Se podrán imaginar que tendré que cambiar ese timbre.