Yo crecí a la sombra de un ingeniero civil. No de uno cualquiera, de uno enamorado de su profesión y obsesivo con cada detalle de las obras que construyó. Parte de esa obsesión se manifestaba sentando a sus siete hijos a su alrededor para explicarnos con pelos y señales la razón de ser de cada fundación, de cada bloque o de la fórmula del concreto a utilizar.

En su universo no había margen para error, pues siempre nos recalcaba que el más mínimo podía desencadenar una tragedia en la que se afectaran vidas humanas. Igualmente, teníamos que usar correctamente la terminología y ¡ay! de que dijéramos cemento cuando queríamos referirnos a la mezcla del antedicho polvo con piedra, arena y agua porque eso es concreto.

Más adelante en la vida, cuando entró en el negocio de bombeo de concreto, la cosa se puso aun más estricta; no todos los constructores manejaban sus estándares y en más de una ocasión se rehusó mandar a su equipo a completar un trabajo porque consideraba que la losa no estaba bien apuntalada.

Apuntalar, el acto de colocar puntales para sostener algo, es más o menos la definición. Y es casualmente esa palabra la que me lleva al tema de hoy. Es bien sabido que en esta vida todos sufrimos, en algún momento u otro, experiencias traumáticas. Las hay de muchos colores e intensidades. Un niño que crece sin su padre/madre, una discapacidad, un accidente, problemas para hacer amigos, dificultad para aprender, ser muy gordo o muy flaco, tartamudear. ¡Qué sé yo! Recuerden que todo el mundo evalúa las situaciones de acuerdo a su propio imaginario y lo que para alguien es una tontería para otro es el fin de mundo. Es por eso que no pretendo colocar los traumas en orden de severidad. No se puede.

Aceptada esa premisa viene entonces el ¿qué vamos a hacer con la experiencia? A mí me parece que hay dos caminos ante la adversidad: tomar el incidente y convertirlo en un trauma que nos dure el resto de la vida y no nos permita avanzar ni ser felices, o podemos mirarlo como un puntal que nos servirá para sostener la losa sobre la cual se sostendrá nuestra morada. Y por morada quiero decir todas nuestras actuaciones futuras.

Lo que acabo de decir sonó, en principio, muy fácil y cualquiera pensaría que la elección es sencilla. Pues no lo es y ¿saben por qué? porque más de las veces no entendemos el proceso ni estamos conscientes de la decisión que estamos tomando. Es más, a veces me da la impresión de que es la ocurrencia la que escoge por nosotros. El problema con esto es que una vez emprendido uno u otro camino es bien difícil desviarnos. Sobre todo cuando iniciamos el andar muy jóvenes sin haber desarrollado aun la capacidad de discernimiento, tan importante para todo.

Sin embargo, para algo debe servir madurar emocionalmente. Este proceso debe permitirnos analizar a fondo nuestros errores para aprender de ellos y no volverlos a cometer y evaluar objetivamente el rumbo que hemos elegido. Si vamos por el camino del trauma, hay que hacer un giro en U, apuntalar y vaciar una losa verdaderamente sólida y firme sobre la cual asentarnos. Suena sencillo, pero tampoco lo es.