Generalmente, cuando mi esposo y yo nos vamos de viaje abandonamos el hogar con toda clase de planes. Estos generalmente se concentran en destinos que quisiéramos conocer en cada una de las ciudades que visitamos. Que si un museo, una playa, la casa de algún famoso escritor, el casco antiguo, la iglesia. Llevamos también una pequeña lista de qué platillos conviene probar. No solemos llevar lista de restaurantes pues como somos medio parientes de Juanito el Caminador, nos encanta reponer fuerzas donde nos sorprenda el hambre.

Como les he comentado en otras ocasiones, casi siempre viajamos solos porque así tenemos más libertad de hacer lo que nos venga en gana y cambiar, ajustar o cancelar planes según lo pida el cuerpo, pero cada uno tiene sus funciones muy claramente asignadas y el otro confía plenamente en que las ejecutará a cabalidad.

La compra de los boletos de avión es el departamento de mi esposo. Noto que a veces se impacienta un poco tratando de conseguir hablar con un ser humano en esas oficinas en las que solo contestan grabadoras, pero al final consigue lo que necesitamos. Yo, por mi parte, planeo lo que ocurrirá en los destinos que nos esperan y eso incluye los alojamientos, según los deseos que tengamos para una u otra ciudad. Fábrega me sigue la corriente y yo lo agradezco porque a veces se me mete entre ceja y ceja que tengo que ver tal o cual cosa o presenciar un evento específico y no me conformo con soñarlo, tengo que lograrlo. En eso soy maniática.

Sin embargo… ya saben que me gustan los ´sin embargo´ porque siento que permiten espacio para darle vuelta a las costumbres preestablecidas. Recientemente, aprovechamos uno. Un sin embargo. De la nada, como dirían los muchachos, recibimos una invitación para ir a Miami, esa ciudad que por años fue destino favorito de muchos panameños porque estaba cerca (bueno, sigue estando porque no se la han llevado para ningún lado) y los pasajes eran accesibles monetariamente hablando. Allá, inexorablemente se visitaba Dadeland y más adelante otros centros comerciales que fueron brotando como hongos.

La comodidad del idioma español que se conseguía en todas partes era otro de sus atractivos. No sabría yo por qué, lo cierto es que antes de la mencionada invitación tenía yo más de veinte años de no pisar esta ciudad.

La invitación era corta, unos cuatro días sin plan alguno que completar. Y, además de los cuatro días, éramos solo cuatro adultos con ganas de ir solo adonde nos llevara el viento que fue generoso y nos llevó a comer sabroso, a comprar una que otra cosita para los nietos, a pasar horas de horas conversando sobre la inmortalidad del cangrejo y otros temas importantes, a recordar vivencias que trajeron a la memoria años y personajes de la juventud.

Cuando habrá oportunidad de hacer otro viaje así solo porque sí, quién sabe, pero este fue tan delicioso de que estoy segura de que lo seguiremos saboreando por meses y meses porque además de sumar un par de libras alrededor de la cintura sumó momentos inolvidables. Muy agradecidos con los anfitriones.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

* Suscríbete aquí al newsletter de tu revista Ellas y recíbelo todos los viernes.