No era “viernes de colorete” ni de happy hour ni de Carnaval ni de viaje al interior, pero fue un viernes especial. Era seis de enero y se avecinaba un fin de semana largo. La rueda de mi relación con Toño llevaba poco tiempo dando vueltas luego de su mudanza de Estados Unidos a Panamá, pero había girado lo suficiente como para convencernos de que nos gustaría seguir pedaleando juntos y en la misma dirección.
A pesar de nuestra juventud, ambos íbamos ya por la segunda vuelta de esta aventura llamada matrimonio. Creíamos que conocíamos perfectamente bien los errores que deseábamos evitar, pero repito, éramos jóvenes y nuestro imaginario limitado. Ahora bien, dentro de ese universo bastante desconocido llamado futuro, se destacaba nuestra persistencia y el deseo de meterle músculo a este peregrinaje.
Éramos pocos en la casa de mis papás esa noche. No se necesita un gentío para celebrar. Además, con media docena de hermanos de cada lado y sus respectivos cónyuges más los testigos, un par de tíos y dos o tres parejas de amigos no estamos hablando de poquita gente. Fue una fiestecita homemade, ya saben: uno monta una mesa sencilla y las hermanas aportan un plato o un arreglo de flores, la cuñada/mejor amiga trae un paté de campaña, se abren un par de botellas de champaña para un brindis, pero no corren ni ríos ni mares y, por supuesto, que las hijas que venían como nuestro equipaje, aunque pequeñas, no podían faltar.
De los sueños románticos de aquella noche pasamos a un ataque de alergia que no me dejó vivir en todo el fin de semana y de nada sirvió que fuera largo. Fue un milagro que Fábrega no me devolviera ese lunes 9 de enero. Me pareció un buen augurio. Tengo muy claro ese viernes vivido hace 38 años porque con cada doce meses adicionales que compartimos, con cada aniversario que celebramos, o dejamos de celebrar porque llega el fin del día sin que ninguno de los dos haga clic con la fecha, confirmo que, entre una cosa y otra, batimos una poción que ha resultado mágica.
Para el décimo aniversario me regaló un anillo de compromiso. Lo bautizamos “El regalo de no te voy a devolver” y aproximadamente cada diez años llega otro regalito que confirma que estamos listos para lanzarnos a nuevas aventuras. Quizás con menos energías y de seguro más livianos, pero con igual entusiasmo. Estamos claros que no todo será perfecto y que nos falta todavía salvar muchos obstáculos, pero hemos ido adquiriendo experiencia en esto de atravesar tormentas.
Me gusta visitar aquel viernes 6 de enero de hace 38 años y cuando lo hago pienso ¡Qué raro! Me vestí de rosado, un color que nunca ha estado en el top ten de mis colores favoritos como el rojo o el turquesa o el negro; tenía jazmines en el pelo de la enredadera de Taboga que perfumaba la entrada del apartamento de mi mamá. Estaba feliz, igual que hoy que celebro tres décadas y ocho años de convivir con este personaje que todavía, a pesar del tiempo transcurrido, me hace reír. Y , a pesar de que tenemos dos años de no salir a bailar, ni la pandemia ni el encierro han podido arrebatarnos las ganas de pasar tiempo juntos, aunque sea para calentar la sangre con una buena discusión.
Porque somos así, normalitos, pero nos entendemos.