Uno tropieza en la vida con personas y eventos que lo marcan profundamente y justo es agradecerlo. Y, no solo agradecerlo, sino compartirlo, pues generalmente unos y otros llegan plenos de enseñanzas. Y cuando estos eventos o personas llegan para quedarse, para ser parte de la propia vida por largo tiempo, la bendición se multiplica.

Hace poco más de cuarenta años encontré una suegra llamada Berta. En aquel momento ya había migrado del apelativo “mami”, como solían llamarla sus hijos (casi siempre con el posesivo “mi” por delante) al de “Abuelita Berta”, que tenía apenas unos cinco años de haber estrenado y que adoptó con un orgullo inmenso.

Siempre fue muchachera, habría de serlo para tener siete hijos, así es que a los nietos los fue recibiendo con los brazos abiertos, quizás con un poquito menos de paciencia para los corrinchos, pero con igual de dedicación para inculcarles buenos modales, gotas de fe y un magnífico ejemplo de como se organiza una vida por el buen camino.

Si necesitaban dar clases de natación, se organizaba para llevarlos, o si alguno de los que vivían en el extranjero necesitaba reforzar el español, pues, con gusto le contrataba la profesora y le revisaba las tareas que le dejaban. Si algún nieto tenía a bien llegar al mundo en otro país, ella programaba su calendario para ayudar en lo que fuera necesario con aquel recién nacido. Le fascinaban los recién nacidos. Verla tomar a uno en brazo y arrullarlo por horas era un deleite. Creo que muchos sienten todavía ese abrazo de la abuela.

También, sabía muy bien cuando tocaba regañar porque no le gustaba el desorden y menos “los juegos de mano, porque son de villano”. Trató de que sus descendientes hablaran en voz queda, pero no lo consiguió jamás pues mi esposo siempre decía que hablar alto era la única forma de hacerse escuchar entre tanta gente. No logró jamás resistir la tentación de comerse un plato de pesada de nance con buena ración de queso blanco por encima y hasta un par de días antes de su partida podía relatar con exactitud inaudita como su abuela Raquel, en Pesé, hacía las bolas de tamarindo más deliciosas del mundo, de las que ella, por supuesto, era aficionada.

El 13 de septiembre nos tocó despedirla. No fue fácil, nunca es fácil dejar ir a un ser querido, pero en los noventa y cinco años que caminó por este mundo con paso fuerte y decidido fue dejando huellas. Huellas que perdurarán en el tiempo.

Cada vez que un miembro de la familia se recoja a rezar, aparecerá su imagen pues para muchos fue su maestra en este arte, cada día de la madre hablaremos de los ´megasupermaravillosos´ desayunos que montaba para los que se desplegaban múltiples vajillas, juegos de cubiertos y torres y torres de hojaldras y tortillas de maíz recién fritas, entre un millón de otras delicias. El menú siempre idéntico y esperado por todos.

Y si de comidas se habla, haría falta mencionar las “cenas de los miércoles” que ocurrieron por casi cuarenta años y se interrumpieron solo por la llegada de la pandemia del dichoso Covid-19. Esas merecerán un capítulo para ellas solas.

Muchas veces he escuchado a los niños preguntar ¿adónde va la gente cuando muere? Creo que a los de nuestra familia podemos decirle con total certeza que Abuelita Berta está en el cielo. Y desde allá, seguramente, seguirá vigilando a su familia para asegurarse de que todos lleguemos algún día para hacerle compañía.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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