Siempre me ha llamado la atención como llegan los recuerdos a visitarnos. Por mucho tiempo pensé que lo hacían desordenadamente, a su antojo, sin disciplina alguna. Sin embargo, cada vez más me doy cuenta de que hay un encadenamiento entre uno y otro que, aunque a veces no sea obvio, al final, si miramos con cuidado podemos concluir que así es.

Basta repasar una conversación entre amigas –como la del vestido de monja para la primera comunión en primer grado– para que uno se transporte a otro tiempo. Y no son solo las memorias de eventos las que aparecen, son de toda clase.

Por ejemplo, yo tengo pésimo sentido del olfato, por no decir nulo, sin embargo, siempre, siempre, siempre, el olor a yerba mojada me hace sentir como de cinco años, o de siete, o de once, no es exacto, pero me hace sentir niña, eso sí es exacto. Igual que me ocurre con ese olor a yodo hospitalario –eso lo acabo de inventar porque no tengo idea con qué desinfectaban en los hospitales en la década de los ´60)–, pero sí sé que se sentía apenas uno entraba a un hospital.

Y de repente uno está viendo una película cualquiera, sin relación alguna con la vida real y menos la propia y resulta que a medio camino sale una de las protagonistas con un lazo en la cabeza y uno automáticamente se acuerda de aquel lazo rojo que tanto le gustaba y que se nos perdió irremediablemente en una visita a la avenida central, y que lo lloramos por semanas o meses, o cada vez que lo recordábamos.

Ya son pocos los sepelios en que las misas son “de cuerpo presente”, pero cuando me toca una y, aunque el ataúd esté cerrado, veo claramente a mi abuelo a través del cristal, tan bello como estaba dentro de su caja elegantísima. Por años me arrepentí de no haberle dicho algo, pues a mis nueve años se me antojaba, que, si lo hacía, seguro me contestaría. Así de real era su figura. Es más, lucía mucho mejor que cuando lo despedimos para su último viaje a tratamiento médico en Estados Unidos.

Del popcorn no tengo ni que hablarles pues estoy segura de que, a cada uno este característico olor lo transporta a un lugar determinado y personal. A mí me lleva al Teatro Bella Vista y a sus cucuruchos enormes de papel de cera de colores. Y, ya estando en el teatro Bella Vista ¿por qué no cruzar al pequeñísimo local de Las Delicias de Francia a disfrutar de una tartaleta de cereza?

Cierro por hoy, con el peculiar olor que despedían los “salaos” (que en mis tiempos eran adultos, no “salaítos”) desde el momento en que uno le quitaba el plástico a la caja en que venían. De allí, era toda una experiencia desenvolver los paquetitos de una especie de papel de cera en que venían, pues en ese momento se percibía otro aroma más concentrado. De los “salaos” dulces no hablo hoy pues ellos requerirían su propia pieza. ¡Hasta pronto!

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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