No es ningún secreto que en esta vida hay asuntos importantes y otros completamente banales. También es harto conocido que los humanos, en más de una ocasión, a lo largo de nuestras existencias (lo pongo en plural por referirme a varios humanos, no a varias existencias), tomamos asuntos banales y los subimos de categoría hasta llevarlos al principio de la lista, convirtiéndolos así en cosas muy, pero muy importantes.

Eso significa que por haber alcanzado dicha categoría, cualquier cosa que altere el curso normal del evento se convierte en una tragedia de marca mayor. Así es la cosa.

No niego que para quienes están distantes de todo este rollo, el que una persona lloriquee por lo que al resto del mundo le parece una alelazón, lo único que trae son muecas y ojos volteados para arriba, pues lo que es alelazón, es alelazón, aunque uno actúe como si no lo fuera.

Todo este preámbulo surge porque este año yo mismita ando arrastrando una tragedia sin importancia. Más bien dos, y voy a probar a ver si desahogándome con ustedes me sacudo la tristeza. Que como ya aclaré no tiene realmente ninguna razón de ser, pero es. ¡Contradicciones, contradicciones!

Como algunos de ustedes saben, Navidad para mí es muy importante. Como suelo comprar el 99% de mis regalos en agosto, no cojo rabias con el tráfico ni me azoro innecesariamente. Paso, pues, buena parte de los meses de noviembre y diciembre cocinando, porque los regalos de mi cocina no sería prudente prepararlos en agosto, y siempre he sido de la opinión de que un regalo que llegue con un poquito del esfuerzo personal de quien lo ofrece, suele tener más valor -intrínseco, no monetario- que uno comprado a la vuelta de la esquina.

Así pues, para esta época en mi vida se conjugan tres grandes proyectos: la tamalada que genera trabajo desde el 5 de noviembre hasta el segundo o tercer domingo de diciembre, que es cuando finalmente se arman los tamales; el arreglo de mi casa, que ocurre el 8 de diciembre, pues así lo he hecho desde los tiempos del ‘pum’ cuando había “un lugar para cada cosa en su lugar”, y Navidad llegaba después del Día de la Madre; y los dulces que horneamos en casa para las personas que durante todo el año nos brindan algún atento servicio, como los conserjes del edificio donde vivimos.

Este año mi familia viajará a Estados Unidos pues celebraremos las fiestas con los hijos que viven allá, y si Dios quiere, con algo de nieve para la diversión de los chiquillos. Entonces, se tomó la decisión de no poner arbolito ni corona en la puerta ni guirnaldas en los marcos de las puertas ni nada que riegue escarcha a la medianoche; por otro lado, me atropelló la vida y la programación de la tamalada se descalabró completamente, razón por la cual la tuve que cancelar… Me acuchillo todavía cada noche, cuando me acuesto me asalta un deseo desesperado de llorar.

Me duele la barriga, me pongo furiosa, se me quita la rabia, me digo que nada de eso tiene importancia. Ni yo me lo creo. Para mí esas dos cosas tienen mucha importancia, aunque en la vida real sean dos tonterías.

Parece que habrá tiempo para hornear los dulces, gracias a Dios. Sé que me divertiré mucho en mi blanca Navidad y, sobre todo, en el tremendo revulú que será la convivencia de 18 personas. Sin embargo, qué les puedo decir, no puedo olvidar mi tragedia sin importancia.