Como bien saben ustedes, yo no tengo niños de edad escolar. Ya todos se han convertido en los padres de estos personajes, sin embargo, no por eso dejo de preocuparme por el bienestar de la población panameña que necesita ir al colegio por siete millones de razones y que lleva dos años en casa.

El regreso a clases presenciales me tiene brincando de felicidad. Veo las caras de mis nietos, quienes con solo pensar en el lunes 7 de marzo cambia para albergar unos ojos que brillan como estrellas. Los preparativos han sido tan emocionantes como lo fueron siempre en años pasados. Arreglar los lápices en la cartuchera, pensar en la merienda que van a incluir en la lonchera y que deben poder comerse en menos de 10 minutos o algo por el estilo, considerando que el tiempo sin mascarilla es muy limitado; en fin, están emocionados que vuelven al plantel que tienen casi dos años de no pisar.

Observo el fenómeno y debo por fuerza pensar que estos chiquillos son privilegiados pues tuvieron oportunidad el año pasado de ir al colegio al menos un par de días a la semana, siempre y cuando no se confirmara un caso positivo de covid-19 y mandaran a todos en el salón nuevamente para la casa a sentarse frente a sus pantallas. Hay decenas de cientos de miles de estudiantes que no han vivido eso desde marzo de 2020. Y para rematar son los que tampoco cuentan con acceso confiable a medios digitales para completar esta o aquella tarea. ¡Se me parte el corazón! Sé que las comparaciones son odiosas, pero los cuatro nietos que viven en Estados Unidos han completado hasta el momento más de un año de educación presencial. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué en un país en el que la educación de por sí está en el siglo I antes de Cristo nos damos el lujo de tener a los niños y jóvenes fuera de las escuelas? Y falta ver que cuando regresen estas tengan agua para lavarse las manos y halar la cadena de los servicios sanitarios, además de techo sin goteras y otros detalles que suelen faltar cada inicio de año en los colegios públicos del país.

No puedo evitar pensar que además de las deficiencias en conocimientos, ahora habrá que subsanar aquella que ha surgido en materia de destrezas sociales. Habrá niños llegando a segundo grado sin saber leer ni escribir pues fueron sus padres los que “a lo bajo, bajo” les hicieron las tareas en casa para que sacaran buenas notas, habrá otros que no sabrán cómo se comparte una pelota de fútbol y más allá encontraremos al que no se atreve ni siquiera a acercarse a los compañeros en el recreo.

Ante estos difíciles cuadros me pregunto si en estos dos años el Ministerio de Educación ha hecho algo para preparar a sus maestros y profesores para el nuevo escenario que prevalecerá en los colegios. Me pregunto si los maestros y profesores, quienes generalmente se rebelan ante todo lo que signifique trabajo adicional, aceptarán el reto. Y ya que amanecí preguntona, me pregunto cuándo la educación pública en Panamá volverá a ostentar los niveles de excelencia que alguna vez tuvo… en aquel mismo año I antes de Cristo. Porque este pueblo nuestro antes que subsidios y lástimas lo ÚNICO que necesita es una educación digna y de calidad.