El otro día, buscando algo en alguna de las cajitas en que uno guarda checheritos como el pin de Muchacha Guía, me encontré la pequeñísima medalla de pequeña adoradora. Un círculo diminuto blanco con una seña en dorado. La usábamos en la escuela quienes habíamos decidido pertenecer a este grupo de niñas que asistía periódicamente, guiadas por una monja del colegio, a la adoración del Santísimo y en reuniones semanales aprendíamos detalles sobre la religión católica. Me dio como emoción.

Casualidad que días después conversando con un grupo de amigas empezamos a hablar de todas las reglas que existían en la Iglesia Católica por los años sesenta. En primer lugar, no se podía ir a misa en pantalones y, por supuesto había que cubrirse la cabeza con un velo y, a falta de este, cualquier cosa, un pañuelito o hasta un Kleenex en caso de emergencia.

Para poder comulgar había que ayunar por tres horas antes, lo cual ahora que lo pienso, debía resultar muy difícil para un niño de 6 años que era la edad a la que hacíamos la Primera Comunión, y ni hablar del papelito sellado por la iglesia a la que asistíamos a misa que teníamos que llevar al colegio cada lunes como prueba de que habíamos ido a misa. Consecuencia de la falta de dicha constancia… no sé, a mi me parecía que podía ser pecado mortal.

Salieron a relucir también otras vivencias en aquella conversación como que el día de la Primera Comunión a uno lo llevaban a “visitar” a un montó de tías y cada una tenía un regalito a mano que podía ser una medallita, una horquilla para sostener el velo y a veces hasta un rosario finísimo. Cómo sabían cuántas sobrinas en vestido blanco y velo las visitarían cada 8 de diciembre sigue siendo un misterio para mí, pero alguna pista le darían. Y digo 8 de diciembre porque esa era la fecha en que se hacían todas las Primeras Comuniones. Se imaginan a las pobres madres que no les quedaba ni un minuto para celebrar su día.

Yo, por mi parte, agradezco que ya el sacerdote no nos dé la espalda mientras celebra la misa y, por supuesto, el poder llegar a la iglesia en pantalones porque poseo pocos trajes y faldas. El velo casi que lo extraño porque francamente había unos muy hermosos, de esos largos como los que se ponen las españolas con peinetas enormes para las bodas y que ya dejan de ser velo para ser mantillas. Y digo que los extraño porque nunca llegué a la etapa de aquellos velos maravillosos, me quedé en velito triangular de tul que venía después del redondito. Eliminaron la regla antes de que llegara a ese nivel.

Y así como hice aquel corto viaje al pasado llevada por un pequeñísimo pin, me ocurre que un olor o una imagen muchas veces me transporta igualmente al pasado. Me gusta el presente, quiero que quede constancia de eso, pero esos paseítos por los días en que no se me olvidaba ni me dolía nada, me divierten mucho.

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