Empiezo por decirles que no sufro de claustrofobia ni nada que se le parezca. Puedo estar en espacios pequeños, cerrados y apretados sin sentir angustia alguna. Sin embargo, les voy a contar que desde niña me mortifica pensar que me voy a quedar encerrada en algún lugar público luego de que cierre.
Les explico: me conocen y saben que mi lugar favorito de toda la bolita del mundo amén es el supermercado. Allí puedo pasarme horas de horas y ni me aburro ni me canso ni me entra el fuga-fuga. Excepto… si veo que van apagando luces y bajando la puerta enrollable hasta la mitad. Esto no me ha ocurrido en años porque ahora los supermercados o no cierran o abren hasta la hora en que salen las brujas y yo, generalmente, no hago compras a la medianoche, pero “en los tiempos de antes” la cosa era diferente, no solo para los supermercados sino para todos los comercios.
Esto viene desde siempre. Yo de seis o siete años acompañando a mi mamá al súper. Se imaginan que para una casa en que se alimentaban entre doce y trece personas entre hijos (7), padres (2), nanas (2), jardinero (1) más tres o cuatro perros la compra era monumental. Mi mamá fue desde muy temprano en su vida “una doña de dos carretillas”. Ocurría que había dos horas de cierre, la primera al mediodía pues se interrumpía la jornada de doce a dos de la tarde, y la segunda a las seis de la tarde.
Llegaban las cinco y media y de repente apagaban las luces de la panadería. Ejem… no me gustaba, mi mamá fresh como si no fuera con ella. Claro ella sabía que las probabilidades de que la dejaran durmiendo dentro del local con un reguero de pelaítos eran nulas, pero yo no me había enterado. Entonces, yo dizque “mami, ya van a cerrar”. Cero reacción. Nos faltan dos pasillos y la compra no se interrumpe.
Un cuarto para las seis… rummmmm suenan las puertas enrollables que están bajando hasta la mitad para que no entre más nadie. Allí aumentaba mi sustito y, en lugar de deambular por mi cuenta entre los pasillos, me agarraba de la carretilla porque si me tenía que quedar presa por lo menos que fuera con mi mamá. ¿Ven cómo es la cosa? No sé a qué hora llegábamos a la caja porque yo solo tenía ojos para la pequeña puerta de vidrio que ya estaba trancada —aunque con la llave pegada— atenta a que el custodio no se moviera de allí.
Y bueno, ahí pasábamos buen rato porque nada de escáneres ni ningún otro adelanto tecnológico. Las cajeras tenían que apretar varias teclas para marcar cada precio y luego la tecla enorme de enter y ahí va la cosa. Todavía recuerdo el sonido. Chik-ching, chick-ching o algo parecido. En la parte superior aparecían números enormes, casi tan grandes como los de las máquinas dispensadoras de gasolina. Lo que no recuerdo es si se veía el acumulado o había que pedirle a la cajera que hiciera un subtotal para ver si nos alcanzaba el dinero.
Nunca tuvimos que dormir encerradas en un comercio, pero todavía me entra el sustillo cuando veo que van apagando luces. Porque uno nunca sabe cuándo lo pueden dejar encerrado.