Qué idea podía tener yo de que la primera noche en casa con un recién nacido era una vaina tan seria. Obviamente tenía alguna noción después de las advertencias de amigas, amigos y familiares. Qué noche más guarachosa. Hay un antes y un después.
Para cuando publique esta columna, el bebé tendrá tres semanas. Todo salió bien en el parto. Bastante rápido. Mi novia rompió fuente en la casa a la 1:30 a.m. y tres horas después la criatura ya estaba afuera.
Presencié el parto y ha sido uno de los momentos en los que me he sentido más inútil. Cero dolor, cero pujadera, solo tomar de la mano y darle palabras de aliento a mi novia. Sé que estar ahí y hablar con ella tuvo un valor, pero en ese momento, cuando escuchaba los gritos, el no poder hacer más que eso me llenaba de impotencia.
Y entonces nació. Nunca antes tuve tantas lágrimas en tan poco tiempo. Lloró -él también- y lo limpiaron. Peso, bien. Estatura, bien. Apgar, bien. Por cierto, fue la primera vez que escuché de ese índice. Me vino a la mente la saga de Asgard de Caballeros del Zodíaco, pero enseguida me di cuenta de que estaba pensando estupideces y debía concentrarme en que ya era papá.
Salí de la sala de parto y ahí estaba mi mamá, mi tía, mi suegra y mi suegro. Luego vino un amigo, desayunamos y fuimos al cuarto. Unas horas después apareció el comearroz. Apacible y enchumbado. Todo en orden. Nos quedamos en el hospital dos días. Recibimos a un montón de gente -60 personas- y dormimos la noche completa por última vez en sepa usted cuánto tiempo. Esas primeras dos noches no cuentan, era un ambiente artificial, por decirlo de alguna manera.
Entonces llegó la primera noche en casa. ¿Tiene hambre?, ¿te sale leche?, ¿es leche o calostro?, ¿está respirando?, ¿será que tiene cólicos?, ¿por qué no para de llorar?, ¿y ese hipo de dónde salió?, ¿eso fue un estornudo?, ¿se va a resfriar?, ¿y ahora qué hacemos?, ¿ya pasaron tres horas desde la última comida?, ¿está respirando?, ¿tendrá frío?, ¿o calor?, ¿cómo sé si ya botó todos los gases?, ¿por qué no ha hecho popó?, ¿será que está orinado?, ¿por qué ese ombligo parece un gusano del infierno?, ¿qué tanto Fucidín le pongo por la circuncisión?, ¿es normal que se sobresalte mientras duerme?, ¿está respirando?, ¿por qué le falta una media? Muchas preguntas. Pocas respuestas.
Una noche de aprendizaje puro. Como aprender a pilotear un avión solo a 3 mil pies de altura. Por suerte contamos con ayuda de mi suegra. Pero se resfrió. Primera caída en combate. Entonces vino mi mamá. Y pudimos sobrellevar aquella primera semana. Fuimos al pediatra y calmó gran parte de nuestras interrogantes -dos días de estreñimiento es normal para un recién nacido-. Todo era normal. Volvimos a la casa y seguimos aprendiendo.
Ya aprendimos, por ejemplo, que orina con fuerza y no es recomendable dejarlo sin pañal por mucho tiempo. Igual con el popó. Lo mejor es quitar y poner para no quedar uno todo embarrado. Aprendimos que hay que darle baño de sol por el tema de la bilirrubina -de eso nunca habló Juan Luis Guerra-. Sabemos que hay que hacerle flexiones en sus piernas a modo de ejercicio y que eso ayuda con los gases. También aprendimos que la maldición de las medias perdidas va de generación en generación y comienza desde temprano. Aprendimos a escuchar mejor su llanto para saber si es dolor o hambre. Y aun cuando uno lea, pregunte, se informe, uno no sabe nada de bebés hasta que nacen y lloran. Aprendimos, sobre todo, el grandísimo valor de la paciencia.