La identidad de bebito se mantiene oculta. En esta época de redes sociales, de Instagram stories y de fotos de perfiles de Whatsapp, el rostro de Coné no aparece en redes sociales. Desde que nació le hemos tomado unas 700 fotos con los celulares. Si sonrió, foto; si está dormido, foto; si se volteó solo, foto; si duerme con cara de felicidad, foto; si la ropa le queda bien, foto; si se ve curioso, foto; si es lunes o jueves, foto; si hace sol, foto.

Ninguna de ellas, sin embargo, aparece en nuestras redes sociales. Sí aparecen sus pies, su cuna, sus manos, pero no su rostro. Hay una que tomé con un muñeco plástico que teníamos para practicar cómo enchumbarlo -que hasta un pedazo de gutapercha le pusimos para simular su cordón umbilical- en la que aparecen sus pies y uno de los gatos de fondo. El mensaje era claro: hay alguien nuevo. Eso bastó para mí.

La idea no es esconderlo, como si fuera hijo de Michael Jackson, sino que no queremos que su rostro esté por todos lados. Por una parte, porque uno nunca sabe quién puede llegar a ver esas fotos; y porque queremos que bebito tenga intimidad. En estos momentos él no puede decidir cómo quiere aparecer en las redes, cuál etiqueta -hashtag- le gusta, si prefiere un filtro clarendon o hefe, si selfi de frente o como si no se diera cuenta de que él mismo se está tomando la foto.

Y obvio que respeto al que sí lo hace. Tengo varios amigos que publican fotos de sus hijos porque les nace, porque quieren compartir esa felicidad que te da criar a una nueva persona, o porque quieren mostrarle al mundo las sonrisas del bebé. Es también una forma de acercarse con los familiares que están lejos. Es orgullo hecho fotografía.

Pero es que tampoco somos mucho de redes sociales. En año y medio en Instagram he publicado 44 fotos, mientras que mi novia, casi que en el mismo tiempo, ha colgado 18 fotos. ¡Una por mes! Quizás porque somos de la teoría de que la vida en redes sociales no es la vida real.

Sí, es lindo compartir los lugares, los momentos, las ideas, la vida con los amigos, familiares, conocidos. Pero las redes son una colección de todo lo positivo, todo lo bueno, que si bien vale la pena compartirlo, no es lo que realmente forja quiénes somos. La vida es más que aumentar los pesos en el gimnasio o encontrarse un atardecer hermoso, o comer aquel plato con una decoración colorida. Es también subir de peso pese al ejercicio, ver caer la tarde sin tener con quién compartirlo, o frustrarse por gastar dinero que uno no tiene en una cena de lujo. Y no es que sea el tipo más pesimista, pero, como dije antes, la vida es el balance entre las cosas lindas y las trágicas, y en las redes sociales nunca está ese balance.

Hace unas semanas se descubrió que una compañía británica de análisis había obtenido los datos de 50 millones de usuarios de Estados Unidos para usarlos en la campaña de Donald Trump. Quién me dice que ahora mismo no hay alguna compañía procesando los datos de millones usuarios para otros fines. Internet, Facebook en este caso, sabe muchísimo de nosotros, o no se han dado cuenta de que los anuncios que nos aparecen siempre coinciden con lo que estamos buscando. Casualidad no es.

Al menos tengo bajo control lo más difícil, que era lograr que mi mamá, la abuela orgullosa de su primer -y único- nieto no publique 10 fotos diarias de Coné.