Ni siquiera has terminado de salir de una etapa cuando comienza otra. Es más, ni siquiera has podido ajustar la actual cuando llega la nueva. Se acercan los dientes de bebito y con ello los malestares.

Al principio no entendíamos por qué, de pronto Coné lloraba sin razón aparente. Tenía cara de amargado y reía menos -muchísimo menos- que antes. Nos dimos cuenta porque hincaba sus encías tiernas y gomosas a lo primero que se le cruzara por delante: juguete, dedo, cachete, pelo, lo que fuese le servía.

En uno de sus nuevos e inesperados llantos, vimos la encía con marcas que parecían ser la de los dientes que querían salir. Ahora parece estar más tranquilo, después de usar sus mordedores fríos, toallas húmedas, chupones especiales y por supuesto, corifen.

Al principio estábamos nerviosos, pensábamos que lo dopábamos con el medicamento cada seis horas. Pero el niño de cinco meses y 22 libras nunca cayó con el antihistamínico. Sus rutinas de sueño nunca se vieron afectadas, aunque sí se quejaba menos de las molestias de su encía.

Cuando no andaba quejándose de su diente, andaba moviéndose. Resulta que ya no lo puedo dejar quieto sin supervisión. No me mal interpreten, no es que lo dejaba en un lugar y me iba a comprar frutas al mercado, sino que lo ponía en el piso, en su gimnasio y me ponía a cocinar o bajaba -vivo en un segundo piso- a buscar alguna comida a domicilio, y cuando regresaba bebito siempre estaba en el mismo lugar. Ya eso cambió.

De repente pongo a hervir agua, la sirvo y cuando me volteo, ya él está boca abajo afuera de su gimnasio. Es una locomoción a través de su vientre casi que mágica. Pero se mueve. Y de repente queda trabado con los arcos del gimnasio y se arrebata. Así que ahora hay que vigilarlo siempre. No quiero ni pensar cómo será cuando gateé de verdad o cuando camine (¡!).

Otra de las novedades de bebito es que quiere vivir sentado. Antes no se lo permitíamos, pues teníamos la sicosis de que sentarlo antes de tiempo le deformara la columna y demás.

Pero la última vez que lo llevamos a la terapia de estimulación temprana, la terapeuta dijo que ya estaba listo. Y él como que ya lo sospechaba, pues en las semanas anteriores hacía esfuerzos para sentarse. Ahora que lo tiene permitido es lo único que quiere hacer en la bolita del mundo, amén.

También anda más rebelde para dormir, simplemente no quiere. Nosotros lo acostamos cada dos horas -toma dos siestas de media hora y una de dos horas- y cada vez que le toca es una batalla. Apenas siente que los párpados se le caen comienza el griterío y el llanto. Hasta que no puede sostener el juego y cae rendido con una cara de ángel que pareciera que fuese un niño distinto al que lloraba iracundo unos instantes antes.

Ha cambiado igualmente sus ingestas y secreciones. Ya no toma leche de pecho con la misma frecuencia. Ahora son más espaciadas, aunque sí la misma cantidad. Ahora aborrece la fórmula. Incluso se la llegamos a cambiar por una que supuestamente tiene un buen sabor, pero tampoco la quiso.

También ha cambiado su popó. Ha cambiado hasta sus olores. Hace un momento, cuando lo acostaba, le sentí un olor a pan molde en la cabeza y a palomitas de maíz con mantequilla en su cuello. Sí, lo bañé en la tarde, pero el niño suda como un condenado cada vez que come.

Son cambios casi que insignificantes si los comparamos con los que vienen, pero son los que nos han tocado hasta ahora. Mientras llegan los otros, toca asentarse. Bueno, ni tanto, pues como dije al principio, cada vez que uno se acomoda cambia la cuestión. El ritmo lo lleva bebito, el pequeño tirano, el tierno dictador.