Coné le dio bronquitis. Todavía puedo sentir miedo, frío cuando el doctor me dijo que sí, que escuchaba broncoespasmos, y que había que iniciar un tratamiento. El médico me tranquilizó, me dijo que no estaba en etapa crónica y si hacíamos lo indicado, no pasaría a mayores.

Nunca esperé escuchar ese diagnóstico. Más porque pensábamos que era un resfriado. No fue hasta que una noche se quedó durmiendo donde mi mamá porque teníamos unos compromisos tarde en la noche y no queríamos complicarle el supuesto resfriado. Al día siguiente, mi mamá me dijo que bebé respiraba con un “rucurucu”que no era normal y que mejor lo lleváramos al doctor. Y esa misma tarde sacamos cita. La voz de la experiencia salva. Por eso siempre escuchamos los consejos de mi abuela, mis tías, mi mamá y mis suegros.

De regreso a casa compré los medicamentos (caros) y la mascarilla. La máquina de nebulización nos la prestó el doctor. Aunque igual, ya compramos una porque uno nunca sabe.

Al principio fue muy complicado que se dejara poner la mascarilla. El crío luchaba contra ella como El Santo y había que tranquilizarlo poniéndole la mascarilla a los peluches también. Tres veces al día y quedábamos agotados. Hasta que nos entregamos a la salida más fácil: el televisor. Le pusimos el programa de la cerdita y el de los niños animales que juegan en su patio. Y se dejó hacer todo. Sin lucha y con buen humor.

Es más, Coné sabía a qué hora tocaba, buscaba la mascarilla y se la colocaba él mismo, a sabiendas de que venían las imágenes brillantes y en movimiento. Y así estuvimos tres veces al día, durante 10 días. Hasta que se acabó la fiesta. Al finalizar el tratamiento, pedía de forma descarada que prendiéramos el televisor, pero después de algunos días de negativa, por fin desistió.

Lo mejor fue cuando el médico nos dijo que ya no escuchaba broncoespasmos. Durante mi niñez fui muy frágil y me enfermé casi que de vicio. Llegué, incluso, a estar desahuciado. Y por un momento pensé que aquella bronquitis era el legado que yo le dejaba. Pero el doctor despejó esa culpa neurótica y me aseguró que esa bronquitis la cogió de alguna sesión de juego.

Por aquellos días me topé con una revista con una columna de un padre que contaba su relación entre la tecnología y su hijo. Resulta que el tipo le tiene una tableta exclusiva al niño, que está alrededor de los dos años. El pequeño usa el aparato sin límite de uso, aunque según el papá, después de un rato, él mismo se aburre. La columna continuaba y ensalzaba el nexo entre el bebé y la pantalla, en la que ya sabía buscar y mover y hacer de todo él solo, pues la aprendió a utilizar solo. Y ese era el punto principal de aquel padre, que su hijo había domado la tecnología de forma autodidacta, sin ninguna ayuda.

El texto llegó a mí mientras seducía a bebé con la televisión para que se dejara hacer el tratamiento. Y no pude evitar reflexionar al respecto. ¿Hasta qué punto el bebé debe ser autónomo en los asuntos tecnológicos? A bebé, por ejemplo, no le vamos a dar una tableta hasta que sea completamente necesario -calculo yo que a sus nueve o 10 años-. Cuando está bebé, no tiene que estar solo, sino todo lo contrario, necesita de interacción, de los estímulos de los padres más que el de un aparato de luces y sonidos. Ser padre no es solamente suplir las necesidades físicas, sino las emocionales: experimentar juntos, conocer, leer, jugar; y más adelante conversar, reflexionar, enfrentarse al mundo. Juntos, siempre juntos.