Hace unos días mi novia me preguntó si quería algo en especial para mi cumpleaños. No tuve que pensarlo mucho: dormir. Estaría bueno, le dije, que el día de mi cumpleaños te fueras con bebito a casa de tu mamá y me dejes solo para poder dormir toda la noche sin interrupciones. Para tu cumpleaños, añadí, yo haré lo mismo. Y reímos. Como quien sueña despierto, como quien ha deseado toda su vida conocer París y acaba de comprar el boleto de avión.
Estoy cansado. Muy cansado. El otro día me tocó hace unos trámites en oficina pública y me dormí ni bien me senté. Me cuesta hacer entrevistas y tengo problemas de concentración. El sueño es más fuerte que yo. Nunca fui de dormir poco. Más bien, lo contrario. Me gustaba. Muchas veces antepuse dormir a salidas o reuniones que, en aquel momento, no me atrayeran más que leer un libro y caer rendido.
Tiempo pasado. Ya casi ni leo. Es más, el día del trámite retomé el libro que comencé a leer cuando nació Coné hace siete meses. Es que la cabeza no me da. Cuando por fin terminamos todo lo que hay que hacer en la casa y nos acostamos es casi la medianoche, ya es hora de apagar todo y dormir, porque seguramente en unas horas bebito se despertará. Y nos despertará.
Estas últimas semanas ha estado más necio que de costumbre. Se levanta cada dos horas. Parece ser tortícolis, según nuestro médico, ya que tiene un lado del cuello más rígido que el otro, además de que últimamente ladea la cabeza con frecuencia. Él igual está tranquilo. Cuando se levanta no es que lo haga llorando, sino que hace los ruiditos suficientes para que uno de los dos se despierte y él pueda pegarse a la teta.
También ando maltrecho con la espalda. Apenas pueda (léase, apenas saque tiempo) iré donde un fisioterapeuta o un masajista para que me arregle. Es que cargar 23 libras de aquí para allá no es fácil. Ya mi novia lo padeció con un dolor de cuello que la dejó en cama un día laboral. Lo mío no ha llegado a eso, pero sí me siento un poco adolorido.