Veamos. Llevo cinco mamaderas, el coche, la maleta con las mudas de ropa y pañales, varios pares de medias, gorra, calentador, platos, vasos, el play, el petate, un montón de juguetes, la silla del carro, fórmula, termo con agua calentada, papilla de arroz, almohadas. Pareciera una mudanza.
En realidad fue un viaje al interior de dos noches. Fuimos a La Villa de Los Santos. La madre de bebito, mi novia, tenía una presentación allá. Era el primer viaje largo de Coné, así que está de más aclarar que llevamos muchísimo más de lo que realmente necesitábamos.
El viaje en sí estuvo bastante bien. Salimos en la noche y bebé se durmió antes de llegar a Arraiján. Llegando a Penonomé despertó. Miraba por la ventana y apenas si ñañequeó un poquito, pues tenía hambre. Nos detuvimos, él comió, nosotros también y seguimos. No nos detuvimos más hasta llegar a La Villa.
Paseamos por el parque, fuimos a El Ciruelo, nos bañamos en la piscina. Bebito se portó muy bien. Ni siquiera me gritó cuando lo puse a dormir, que es su movimiento insignia.
Claro está que nos dimos cuenta de que exageramos. Era un checherío muy grande. En el maletero no había espacio ni para las rosquitas que compramos en Antón, razón por la cual nos las tuvimos que comer todas.
El regreso fue de tarde, así que no durmió tanto e iba un poco más intranquilo, aun cuando la silla que le compramos es más cómoda que cualquier lugar en el que me haya sentado en mi vida. Casi como una silla ejecutiva en alguna oficina de último piso en el edificio más caro de Times Square.
Pero bueno, el chiquillo ya no quería estar más allí. Habíamos pasado Chame cuando sentimos un olor extraño. “Huele a marañón”, dijo mi novia. No le presté mucha atención. Resulta que el olor no era a marañón, sino al regalo que nos había hecho bebé en su pañal. Y vaya que fue un regalo generoso. Hasta la famosa silla ejecutiva quedó sucia.
Fue un viaje de aprendizaje para todos. Bebé aprendió a dormir en una cama que no era la suya y nosotros entendimos que no debemos transportar todo lo que le pertenece a Coné cada vez que nos movemos.
Igual con el Mundial, adquirí más destreza para moverlo. Aunque me cuesta mover el petate de yoga que compramos para que bebé esté allí. Ya casi no lo usa, pues ya gatea. Usualmente lo hace para perseguir a los gatos o para buscar algún soporte para intentar levantarse. Fue un momento muy lindo el primer día que bebé gateó. Fue hace unas dos semanas.
Estaba sentado jugando y de repente se tiró al piso y comenzó a moverse. Ya no con la extraña locomoción de antes, en la que su vientre era su principal herramienta, sino un gateo de verdad, con las rodillas en el piso y las manos abiertas. Y se mueve de aquí para allá, de allá para acá. Lento, pero se mueve. Hay veces que los brazos se le resbalan y tambalea, y se asusta o se enfurece y comienza el llanto.
Es extraño que en apenas unos meses dejó de ser un bebé que se ponía en su gimnasio y daba chance a cocinar, a bañarse, a escribir, echándole un ojo cada cierto tiempo. Ese tiempo es pasado. Ahora lo más que lo dejo solo es menos de un minuto porque tengo que ir al cuarto a buscar algo para limpiarlo o cambiarlo.
Nos toca ahora cambiar la configuración de la sala. Vaciaremos los cuadrantes de abajo de los libreros, adiós mesa de centro, adiós sillón, adiós mesa de tocadiscos.
Espacios para bebé. Ya compramos las puertas de bebé para la entrada a la cocina y la del balcón. Nos falta comprar los tapones a los enchufes eléctricos y listo. Al menos hasta que se levante y comience a caminar. Entonces sí que comienza la locura de verdad.