Fuimos donde una gastropediatra hace unas semanas (el bendito con problema de estreñimiento) y la doctora nos felicitó. Nos dijo que pocas veces había visto un niño con una alimentación tan balanceada y completa como la de Coné. Y no es para menos. Nos esforzamos muchísimo para que bebé se alimente de la mejor manera y contamos también con la suerte de que no es alérgico a nada y que es buen diente (eso lo sacó de mí).

En muchas otras cosas también nos esforzamos para criar de la forma correcta al pequeño dictador: poca televisión, mucho juego, mucho cariño, mucha lectura, paciencia y tantas otras cosas de las que la mamá y yo nos sentimos orgullosos. Y aunque nos esforzamos por cometer la menor cantidad de errores, siempre hay, y de ellos se aprende. Hay uno, sin embargo, que nos persigue y que aunque lo disfrutamos, sabemos que debemos corregir el rumbo en algún momento.

Se trata de la hora de ir a la cama. Bebé duerme con nosotros. En medio de los dos. Hace muchos meses que no usa su cuna. Ni siquiera para las siestas, pues la criatura duerme hasta dos horas y media en la cama, mientras que se limita a unos 30 minutos en su cuna.

Todo comenzó para aliviar el sueño de mamá. Como le tocaba pegarlo a su pecho, dormía poco y se levantaba temprano para ir a la oficina. Así que acordamos meterlo en nuestra cama. Y por ese camino se fue.

Es delicioso dormir con él. Verlo dormir profundo, antes de acostarme, es uno de los placeres de mi rutina. Es algo raro lo que ocurre. En una columna de El País de España, la escritora aseguraba que cada vez que veía a su bebé dormido quería despertarlo y cada vez que estaba despierto quería dormirlo. Es tal cual. Quizás es la pureza del sueño de un bebé lo que nos recuerda toda su fragilidad, sus momentos de intensidad, que se transformaron en cansancio y queremos revivirlo. No sé. Pero es igual de cierto que cuando está despierto, estoy pendiente del reloj para llevarlo a su siesta y que se calme un poco.

Y yo también me duermo. No debería. Debería dedicar ese momento de paz para trabajar, cocinar, limpiar, fregar. Lo que sea. Pero me encanta tirarme a su lado y también dormir. Que me abrace. Las veces que no lo acompaño, bebé duerme una hora a lo más. Pero cuando me quedo dormido junto a él, el tipo llega incluso a las dos horas y media.

Pero sabemos que está mal. Que deberíamos ponerlo en su cuna porque si no cuándo y cómo va a salir de nuestra cama. Hemos escuchado historias de terror de niñas y niños que duermen con sus padres hasta los siete u ocho años. Eso es demasiado. Confiamos en que bebé tendrá una mejor consideración hacia nosotros.

Yo también debo ser más considerado con él. He sido sonámbulo desde adolescente, y si bien no es una cuestión trágica ni nada por el estilo, sí hay veces que me despierto de forma abrupta. Mi novia ha desarrollado una técnica de despertar si yo me muevo y frenarme con la mano, pues la mayoría de mis episodios están relacionados a que el bebé se está por caer y yo trato de salvarlo, pero en ese movimiento podría fácilmente arrollar a Coné, quien en realidad duerme plácido. Incluso, la criatura pareciera tener esos comportamientos, pues habla dormido, se sienta, habla y vuelve a dormir.

Tampoco queremos sacarlo a la fuerza. Hubo varios intentos por hacerlo, pero aquel llanto agudo y poderoso, en mitad de la madrugada, era difícil. No solo para nosotros, sino para los vecinos. Y eso que en nuestro edificio hay un vecino que tiene una niña de dos años que llora y grita como una desaforada. Pero es precisamente el ejemplo de ese llanto lo que nos cohíbe de forzarlo a estar en su cuna.

Escribo esta columna casi a la 1:00 de la mañana. Me emociona estar cerca de terminarla porque sé que apenas acabe voy a ir al cuarto, encontrarme a mi novia dormida y arropada, a bebé desparramado en la cama, como un gran señor, y después de moverlo lo más tierno posible para hacerme un espacio, voy a dormirme junto a él y su calor. Y si bien me encanta, espero sacarlo de la cama antes de que cumpla 18 años.