Septiembre fue un mes de resfriado para Lorenzo. No es que hubo varios, ni que fueron frecuentes. Fue un solo resfriado que duró todo el mes. Hubo varios momentos en el que pensamos que era Covid-19, pero ninguno de nosotros salió positivo. Era el resfriado común, o la gripe, o la influenza, o cualquiera de esos virus que aparecen y los padres aceptamos como una condena inapelable que obliga a la resignación.

A Lorenzo le dimos jarabes, medicinas, terapia de inhalación, vapores de eucalipto, vitaminas, pei pa koa. Todo medianamente funcionaba. Es decir, el chiquillo estaba bien, lo suficientemente bien para ir a la escuela.

La escuela era nuestra principal preocupación. Bueno, casi. Obviamente lo principal es que Lorenzo esté sano y feliz y corriendo y disfrutando de cada minuto. Cuando se enferma, se apaga, que es también un golpe duro para el ánimo de sus padres. Y cuando se complica, mucho peor. La segunda preocupación, entonces, era la ola de mocos incontenible que impidiera su asistencia al colegio y que obligara a cambiar nuestra rutina.

El lugar en el que trabajo es muy flexible (lo que agradezco cada día de mi vida) y me permite trabajar algunas tardes en casa. Las otras tardes las pasa donde mi mamá y una tarde a la semana viene mi suegra. Todo este esquema se fundamenta sobre un eje vital: Lorenzo ocupa sus mañanas en la escuela.

Cuando la criatura se enferma, el caos es absoluto. Hay que pedir días, llevarlo aquí, colocarlo acá. Y ni hablar de las medicinas. Cada resfriado de Lorenzo es una inversión, deuda, gasto. Jarabes de más de veinte dólares que duran menos de una semana.

Por un tiempo llegamos a pensar que la situación del niño era grave, no era normal que se enfermara tanto, creímos. Nos preocupábamos y llamábamos al doctor. Nos decía que todo estaba bien, que no tenía ningún síntoma de alerta. Pero nosotros, necios, rematábamos con una búsqueda en Google que arrojaba que Lorenzo moriría en las próximas horas. Gracias por tanto, internet.

El miedo se apagó cuando comenzamos a escuchar en distintos lugares a grupos de gente quejándose de lo mismo: sus hijas e hijos que no salían de un resfriado para entrar en otro y cómo llevaban meses batallando con esos virus, con la chiquillada faltando permanentemente a la escuela. La última vez que me pasó fue al final de una birria de fútbol, cuando un grupo de gente, desconocida para mí, aprovechaban los momentos de reposo no para hablar del resultado, ni de sus condiciones físicas, ni de las jugadas que hicieron o que deseaban hacer, sino sobre cómo sus hijos no salían del resfriado. Quise abrazarlos y solidarizarme con ellos, pero al final preferí no hacerlo, no fuera que me pegaran un resfriado.