Me tomó 33 años comprender las carencias que dejó la ausencia de mi padre. De niño y adolescente no tuve ningún trauma gracias a la espléndida labor de mi mamá, mis tías y mi abuela Elba (te quiero, abuelita). Mi abuelo también jugó una parte fundamental, pues al ser el primer nieto de una familia de ocho hermanos, quedó culeco y me dio todo el amor que pudo.
En la escuela, por fortuna, tampoco afectó en mi conducta ni nada por el estilo. Siempre fui introvertido, callado, nunca el mejor estudiante ni tampoco el peor.Mi papá -que me dio su apellido cuando ya cursaba los últimos grados de primaria- tenía otra(s) familia(s) y esa fue su prioridad. Pasó algún tiempo conmigo cuando estaba muy niño como para recordarlo, y más adelante, conocí lo que me permitió su enfermedad.
Su ausencia nunca significó un vacío ni una incomodidad. Comprendí desde muy temprano el asunto. Ahora, sin embargo, que tengo un hijo, es cuando realmente me doy cuenta de lo que significó no tener papá. Hay conversaciones que nunca tuve, anécdotas que nunca escuché. Experiencias que no viví. No es algo que no me permita disfrutar de esta nueva experiencia a plenitud, pero sí creo que el ejemplo de verlo a él manejar su vida personal, profesional y de padre me habría enseñado una mejor destreza en estos asuntos.
Uno de mis mayores conflictos en esta etapa es la soledad. Afortunadamente cuento con el apoyo incondicional de mi pareja, mi mamá y mis suegros, además de muchas manos amigas. Pero he sido el primero de mi grupo de amigos más cercanos en tener un hijo. Y es casi imposible hacer entender esta experiencia a alguien que no la haya vivido. No los culpo, pues antes de tener un hijo no es que tuviera mucha solidaridad con mis amigos padres. Es que es algo tan definitivo, tan total, que es complejo digerirlo desde afuera.
Entonces estoy yo con estas nuevas experiencias y momentos (se rió a carcajadas, se volteó, ahora toma hierro, los peos cada vez están más hediondos, vivo permanentemente con sueño, se baña conmigo en la regadera, y tantos otros) sin poder transmitirlo más allá de a mi pareja, mi madre y mi suegra. Y no es que esté insatisfecho con ello, pero a veces se siente que cuando estoy con mis amigos es algo como vivir mi vida pasada.
Quizás con haber tenido un padre esta sensación de aislamiento sería más llevadera. Si tuviera esa fortuna de tener un padre vivo, o a mi abuelo vivo, podría conversar con ellos sobre este sentimiento que en la mayor parte del tiempo es insignificante, pero hay días que me siento solo.
Hace poco estuve en un taller periodístico con un importante editor argentino. El último día de su visita me tocó llevarlo primero al hotel y luego al punto de encuentro en el que nos tomaríamos unos refrescos. En el camino, me contó que no podía esperar volver a casa, que tenía todo un calendario de actividades para hacer con su hijo de ocho años y en plenas vacaciones escolares. Habló un rato más sobre quién era su hijo, qué le gustaba, qué hacían juntos. Y entonces aproveché el momento para contarle que yo también tenía uno de cinco meses, y descargué sobre él todas esas sensaciones nuevas y descubrimientos personales desde que llegó bebito a nuestras vidas.
Pero ya se fue de Panamá, así que me queda esperar a que uno de mis amigos más cercanos, el primero de mi círculo, tenga su bebé en junio próximo para seguir conversando sobre estas nuevas fases. Ya le advertí de mis intenciones y me dijo que recurrirá a mí por consejos y datos.
Lo que sí no puede esperar es seguir trabajando todos los días para que Coné se sienta feliz con un padre que estará siempre allí y que nunca dejará vacíos, ni ahora ni cuando tenga 30 años.