[vc_row][vc_column][vc_single_image image=”50048″ img_size=”full” alignment=”center”][vc_column_text]La criatura se llamará Cluberto. No, mejor Perfectino. O Quizás Tiburcio. Escoger el nombre del niño que vendrá ha sido uno de los ejercicios más complicados de este embarazo.
Lo que sí es seguro es que no llevará mi mismo nombre. Nada de continuación. Suficiente legado con los apellidos. Lo de Luis padre y Luis hijo no es lo mío, digamos. Mi nombre surgió de una combinación de mi abuelo materno y el de mi papá. La otra opción, me cuenta mi madre, era Manuel Alejandro, simplemente le gustaba. Pero al final cedió ante las presiones. En el caso de mi novia -es el único epíteto que cabe-, su nombre es ruso. Estaba de moda en la década del 70. Su madre, profesora, fue la responsable por decisión propia.
Y ahora viene nuestro comearroz. De alguna forma debemos llamarlo. Hemos conocido de casos que han tomado este nombramiento con ligereza. Una amiga, por ejemplo, estuvo un año sin nombre. Mientras sus padres decidían cómo llamarla, todo el mundo se refería a ella como Blancanieves. Hasta que por fin hubo consenso y la registraron.
Conversamos con otro amigo que tampoco había llegado a un acuerdo con su pareja sobre el nombre de su hijo. Así que durante dos semanas estuvo la criatura sin nombre. “El niño”, lo llamaban. Antes de conocer su sexo hubo algunos nombres que marcaban fuerte. De ser niña se habría llamado Tuira, Aura o Tabasará. De ser niño, nuestras primeras opciones fueron Silvio, Quibián o Bayano. Silvio era por el cantautor cubano Silvio Rodríguez, que fue la música que escuché la mayor parte de mi niñez, vital en mi forma de ver la vida. Aunque cuando alguien me preguntaba, la respuesta siempre era: “por Silvio Berlusconi, naturalmente”.
Antes de saber que estábamos embarazados existía el clásico arreglo de que si era niña ella decidiría el nombre, y si era niño me tocaba a mí. Obviamente, con la noticia ese pacto quedó hecho trizas y entre los dos comenzamos a barajear opciones. Así fue como murió Silvio. Aun cuando lo defendí, mi novia mostró resistencia. Y al final la idea es que prevalezca un nombre que nos guste a los dos. En lo que sí nos pusimos de acuerdo con rapidez es en que debía ser un nombre que evocara algo panameño. Apareció entonces Lorenzo, en honor a Victoriano Lorenzo, el cholo guerrillero; Cémaco, por el cacique cueva que se resistió hasta el final al conquistador Vasco Núñez de Balboa; Bayano, por el rey cimarrón que nunca fue esclavo; Darién, en honor a la provincia que aún guarda nuestros bosques más puros; Quibián, por el cacique que dominó gran parte del Caribe panameño y que resistió con coraje los embates españoles.
Ya nos advirtieron de que aun cuando creamos que elegimos su nombre y que nada lo va a cambiar, todavía habrá chance de hacerlo. Que no es hasta que nazca la criatura cuando se toma la última decisión. Es decir, que nada está seguro. Pero mientras llega ese momento, ya tenemos una opción favorita, además de que el comearroz ya lleva un sobrenombre como es la costumbre panameña: Coné, como el sobrino de Condorito, aquel que anda en chancletas y con la barriga afuera.
Ya falta menos de un mes para que nazca nuestro hijo. Nuestro primer hijo. Y realmente el nombre ha sido una de las cosas más difíciles para ponernos de acuerdo. Si todas las opciones anteriores se caen, por suerte aún quedan Patoristo, Bonofacio, Toniscario o Presbisterio.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]