Con año y medio de edad, definitivamente que Coné sigue siendo un bebé. Eso lo tenemos claro. Pero ya no es tan bebé. La mayor parte de su comportamiento es la de un niño. No es que sea un adelantado -aunque cada padre en el mundo piense que sí-, sino que es el proceso natural que aprenda diferentes formas de comunicarse y de comer. En fin, el proceso de crecer.
Y por más natural que sea, es inevitable la sensación de que las etapas pasan sin misericordia, que cambia la cotidianidad. Pareciera que fue ayer cuando bebé comía papillas de lo que uno quisiera: de manzana, pera, ciruela, arroz, maíz. Ahora lo que menos come son los alimentos cremosos. Quiere comida: carne, pollo, brócoli. Todo entero, cual adulto. Incluso, su plato favorito es lo que la otra persona esté comiendo, ya sea yo, su mamá, sus abuelas, su abuelo, sus tías. Es algo que quizás le heredé, pues siempre he dicho que no envidio dinero, fama o talento. Envidio dos cosas: que alguien esté comiendo algo mejor y que alguien esté libre cuando yo no.
Una de las mayores diferencias está en la comunicación. Recuerdo con ansiedad aquellas épocas oscuras en que su única forma de comunicarse era a través del llanto. Y uno tenía que adivinar si era hambre, frío, calor, llenura, dolor. Lo que fuese. Ahora es bastante usual que Coné, estando en la sala, se acuerde de algo que quiere y que esté en el cuarto, así que me toma del dedo, me lleva hasta el cuarto y señala lo que quiere.
Y además habla y entiende. El otro día, por ejemplo, íbamos a buscar a mi mamá para hacer unas vueltas. Nos entretuvimos jugando y mi mamá me llamó para saber por qué la demora. Le dije que ya casi salíamos, que nos dábamos un baño y listo. Cuando cerré, la criatura había desaparecido. Lo busqué en la sala, en el cuarto principal y nada. Fui al baño y allí estaba esperando que abriera la regadera. También llama a varios por su nombre. Aparte de papá y mamá, dice abuela y abuelo, que es su principal comodín para salirse con la suya cuando visita a mi mamá, a mis suegros o a mi abuela. Es un vivaracho.
Le digo, “oye, búscame tal cosa que está en la sala”, y el tipo sale corriendo y a los minutos vuelve con eso. Me ha servido de mucho en aquellas tardes de pereza. Se ha vuelto más independiente. Ya quedaron atrás esos momentos en los que lo levantaba mientras él gateaba, lo cargaba, lo apretaba, lo besaba y él se dejaba. Ahora corre cuando me ve venir, o se retuerce de forma tal que solo me queda volver a ponerlo en el suelo.
Es un rebelde. Con la mamá ahí sí corre para que lo apapache y lo mime. Pero, bueno, mamá es mamá. También quiere trepar a todo. Se sube a la mecedora, al mueble del microondas, a un librero, a la cama, a cualquier cosa que pueda subir. Antes yo podía dejarlo un rato en la sala mientras cocinaba algo o buscaba cualquier cosa. Ahora tengo que correr a hacerlo, pues basta un minuto para que la criatura intente subir a algo, se caiga y se forme el arroz con mango.
Al mismo tiempo, toda esta nostalgia va acompañada de una alegría inmensa al poder entablar nuevos puentes de afecto y comunicación. Que sea diferente no quiere decir que sea mejor o peor. Es simplemente un proceso de adaptación.
Y vendrán cambios más drásticos. Y aunque demoren años, nosotros los sentiremos como si fueran días. Casi como que si la próxima semana ya Coné nos fuera a avisar que consiguió trabajo y que se va de la casa.