Con un hijo me doy por bien servido. Sí, sí, entiendo la “magia” del hermano, esto y lo otro, pero con uno solo me basta. Soy hijo único, así que sé de lo que hablo. Obvio que varias veces le pedí un hermanito a mi mamá, alguien con quien jugar, un cómplice, pero mi mamá, en su inmensa sabiduría, nunca me dijo que sí. Tampoco me dijo que no, sino que simplemente me manejó.

Y la entiendo, y la apoyo. Dos hijos es mucho, muchísimo trajín. Supongo, pues no me ha tocado (ni me tocará). Pero con la referencia de nuestro comearroz, de Coné, no hay que especular mucho para tener la certeza de que es difícil. Al menos para mí, que no me siento con la fortaleza mental, física ni monetaria para más de uno. Hay quienes lo han hecho, lo hacen y lo harán, con resultados maravillosos. Y merecen reconocimiento y aplausos.

Por ejemplo, bebito ahora anda mañoso para dormir. Comienza a lloriquear y no quiere estar en el piso, ni cargado ni acostado ni de ninguna forma. Tampoco quiere comer ni jugar. Usualmente cuando comienza a lloriquear todavía no tiene el sueño necesario para caer rendido en la mecedora. Además de que su rutina de sueño ha cambiado. Casi todos los días tomaba una siesta en la mañana de 30 minutos, al mediodía una de dos horas y por la tarde una de 45 minutos. Ahora las tres son de media hora si tengo suerte, porque a veces son de 15 minutos y listo.

Es un ritmo endemoniado que no me imagino multiplicado por dos, ni en la dinámica de hermano mayor y menor ni en la de mellizos o gemelos. Y qué suerte que no fueron gemelos. La hija de una amiga tuvo gemelos y por lo que me contaba era guaracha pura. Mucho más para la mamá, que debe alimentar a dos máquinas de llanto al mismo tiempo.

Hace unas semanas un amigo me dijo que sería papá. Lo felicité, y luego me dijo que eran gemelos. “Hermano, prepárate”, fue lo único que atiné a decirle, además de repetirle sin cansarme que debía tener la mente despejada y muchísima paciencia. Tener un hijo no es únicamente la imagen romántica y amorosa que nos han vendido por años, sino jornadas extensas de llanto, cansancio y desesperación. Solo puedo imaginarme lo que debe ser multiplicado por dos.

Eso en cuanto a los temas pragmáticos de la paternidad, pero ni qué hablar de lo financiero, que es igual de importante que las ganas de tener un hijo.

Lo básico: la lactancia. Hemos tenido suerte de que el único alimento que consume bebito es leche de mamá, que ha significado hasta ahora un tremendo ahorro en comprar fórmula y pagar hospital, pues al no contar con la inmunidad que le da el pecho ya habríamos tenido que ir más veces al hospital. ¿Y los pañales desechables? ¿y los paños húmedos? ¿y la ropa? ¿coche doble? ¿y las lavadas? ¿y el gas de las secadas?

A bebito aún le quedan varios años antes de ir a la escuela, pero nosotros, en nuestro frenesí de padres primerizos, comenzamos desde ya a averiguar las opciones que se ajusten a nuestro presupuesto. Nos encantaría que fuera a una escuela pública, porque somos fervientes creyentes de que el Estado tiene la obligación de educar con integridad y responsabilidad a sus ciudadanos. Pero como no es el caso, entonces, como cientos de miles de otros panameños, debemos sacar la calculadora para pagar una escuela que nuestra nación no puede garantizar.

Por eso cuando alguien pregunta: “y la parejita, ¿para cuándo?”, la respuesta es sencilla. “Gracias, pero no gracias”.