Sudaba. Aunque en el salón había aire acondicionado. Me sentía agotada. Y solo había estado de pie 20 minutos. Yo estaba muy segura de que mi charla no había emocionado ni gustado lo suficiente a mi auditorio. Y eso que, modestia aparte, la presentación me había quedado bonita.

He dado muchísimas charlas a estudiante y siempre me siento igual.

Tomé un poco de agua y me dispuse a escuchar a los otros maestros del taller. Qué bien lo hicieron. Sentí admiración y un poquito de envidia. Éramos parte del grupo de instructores del Proyecto 500 Historias, un concurso que esta semana trajo a la capital de Panamá a 18 jóvenes cronistas para vivir una experiencia cultural y recibir un taller de escribir crónicas.

Uno me habló de su padre y como es alguien que ayuda a otros desinteresadamente. Otro me enseñó una palabra nueva: patojo, que es la forma en que se llama a los jóvenes en Guatemala. Una me contó que ella se había atrevido a participar en el concurso, aunque una persona, con una mentalidad limitante (sic) le había dicho que desistiera porque seguro los ganadores ya estaban escogidos previamente. Esa misma muchacha me enseñó el libro que estaba leyendo y que la invitaba a hacerse responsable de sus decisiones.

Por unos días vi Panamá a través de sus ojos. Ellos estaban descubriendo la arquitectura del Ciudad del Saber y les llamaba la atención la diferencia que había entre su arquitectura y la de los grandes rascacielos. Les había encantado Panamá Viejo. Habían aprendido una nueva palabra: patacón.

Y había estudiantes de Panamá que tampoco habían conocido ciertos lugares. Lo que nos debe hacer reflexionar, como adultos, que tenemos que exponer a nuestros hijos, y como instructora me hace ver que no debemos dar nada por sentado.

Fue bueno para ellos escribir crónicas. Fue sabroso hacer paseos e irse de giras. Pero lo mejor, lo que no olvidarán, y eso lo sé porque me lo dijeron, son las relaciones de amistad que hicieron. Cuando yo los vi por primera vez, tenían dos días de haberse conocido, pero ya se llamaban por sus nombres, se bromeaban, se ayudaban.

Cuando alguien me invita a hablar de periodismo o de contar historias yo no me niego. Me encanta. Me hace sentir valiosa. Aunque después me suden las manos con un sudor fríos, y me sienta totalmente incapaz de transmitirles mi emoción por escribir, porque escribir es expresarte, es aclararte la mente es liberarte.

Todos mis colegas instructores lo hicieron increíble. Y se los dije. Necesitaban oírlo porque cada uno de ellos y ellas volvía a la mesa, después de los aplausos, con una cara de susto y angustia. Igual que la que yo tenía después de hablar.