Aunque me encantan los perros, no puedo tener mascotas en mi vida. ¿En qué espacio? ¿En qué tiempo? Sería injusto no dedicarle la atención que merecen.

Además, todos saben, y si usted no sabe se lo digo: las mascotas terminan siendo de la mamá, aunque sea la niña la que rogó por ella, aunque sea papá quien la compró. No importa si mamá fue quien más se opuso, seguro tendrá que darle comida, agua, pasearla, llevarla al veterinario, espulgarla o por lo menos ver que todo lo anterior se haga.

Hace dos semanas, una de mis compañeras me anunció que tenía un perro en su casa. Yo la miré con compasión. Pobre, lo que le esperaba. Y me fui feliz de la oficina. Feliz hasta que abrí la puerta del carro.

Carlos había venido a buscarme con Gabriela y… ¡tarannn! Un gatito negro en una cajita. Me puse tan enojada. ¿Cómo se le ocurría conseguir un gato sin preguntarme? Mientras, Gabriela saltaba y aplaudía: “¡Mira mi mascota, mamá!”.

Aquella fue una noche muy difícil. Incluso no me ablandé cuando Carlos me explicó que saliendo de su trabajo casi atropella a la gatita y unas colegas le alertaron. Él decidió traerla. Ante los ojos encantados de Gabriela, Carlos le dio la leche, le improvisó una camita y la puso en el lugar más lejano de mi vista.

Al día siguiente supimos que su hermanito, el otro gatito de la camada que vagaba por los estacionamientos, había sido atropellado horriblemente.

A mi mamá le dije que estábamos buscando hogar para la gata. Gabriela escuchó y lloró como si ya tuviera 10 años en nuestra casa. Le conté a unas amigas lo mismo. Dos se rieron de mí. “¿Y qué dice Gabriela de que quieres regalar a su mascota?”. “Deja de decir eso y resígnate, que que ya tienes gata”.

Gaby piensa que es un peluche y le insistimos que se lave las manos cada vez que la toca. La peina con un cepillo de la Barbie y luego me corretea para peinarme con él. “Hija, pero si con eso peinaste a la gata”, y me responde: “No te preocupes, la gata te lo presta”.

En estos día me dijo. “Mamá, descubrí que las gatas tienen ombligo”. La abraza y le dice “mi ternurita, mi chichi”. Caperuza la nombró, como la Caperucita que abuelita le cuenta.

La gata me sigue. Ahora mismo duerme a mis pies. Siempre pensé que los gatos eran ariscos. Esta, sobre todo si estamos solas en casa, quiere hacerse en mi regazo y que le rasque la panza.

El día que le compramos su cajita de arena, corrió a hacer sus necesidades allí. ¡Qué maravilla! Con un perro ese entrenamiento no habría sido igual de fácil. ¿Ven? Ya parezco una amante de los gatos.

Ayer Gaby me sorprendió hablándole con cariño. Mi hija me miró emocionada: “Mamá, yo pensé que tú no querías a la gata”. Yo también lo pensaba, hija.