Por la otra acera corre una madre. Miento, vuela. Aun así, no logra alcanzar a su chiquito de tres o cuatro años, que corre como en la final de los 100 metros. La madre le grita que espere. El niño se ríe y no para. ¡Se acerca al final de la acera! Yo, del otro lado de la calle no puedo hacer nada. ¡Ay! Por suerte lo agarró.
Cuando se trata de niños, creo que los ángeles sí existen y trabajan horas extras para protegerlos.
Hace unos días hasta yo me convertí en ángel. Iba por una acera de vía España y vi venir hacia mí una niña de cinco años que corría desaforada. Tenía una sonrisa enorme y detrás la voz de su mamá que la llamaba. La niña feliz. Hasta que me le puse enfrente y le dije: “hola, tú mamá te está llamando”. Puso su carita de “uy, me han pescado en una travesura”. Y la mamá llegó rápido para decir: “¿qué habría pasado si esta señora no te detiene?”. Pude sentir en esa mamá el agradecimiento y un poquito de vergüenza. Esa vergüenza de “a otras mamás esto no les pasa” o “soy la peor madre”. Yo quise decirle, pero no me salieron las palabras: “no se preocupe, yo la entiendo muy bien”.
La vida de los padres tiene muchas historias de niños que se caen, se parten la boca, se meten un grano de maíz en la nariz, saltan de la cama como los cinco monitos y allá va el chichón. Niños que se nos esconden entre la ropa del almacén y nos hacen morir de angustia.
Y no falta quien dice: “pero ¿dónde estaba la mamá?”, “no cuidan a sus chiquillos, ¿para eso los tienen?”. Esos mismos critican a los padres que llevan a los niños atados con una cuerdita. “Ni que fueran perros”. Pero cuando el niño o niña sale corriendo ya quisieras tú tener una de esas soguitas de perro-niño a mano. En ese momento de pavor ese inventor te parece un genio.
Hace unos días regresábamos de la escuela y Gabriela se soltó de mi mano y empezó a correr. “¡Hijaaa, no corras!”, y era como si le dijeras ¡corre más! Estaba a punto de llegar a la calle cuando vi a una señora en la acera y le grité: ¡agárrelaaa! Ella no me oyó, pero al toparse con Gabriela la atajó, la sostuvo y me esperó. Yo con la lengua y la pena afuera, le agradecí. “No se preocupe”, me dijo: “La mía me hace lo mismo”.