Tengo, como mucha gente, fotos grupales en congresos, seminarios, almuerzos de la oficina, tardes criollas y saraos… ¡claro que sí! Son las fotos del recuerdo que después se olvidan. Ayer, en álbumes y hoy en los celulares. Hace poco encontré una foto que me tomaron en la ciudad de Jerusalen junto a un grupo de periodistas. Es de esas fotos valiosas, no sé cuando vuelva yo a Israel. Se nota que tenemos frío. Atrás se ve la ciudad, hermosa brillando bajo el sol con sus edificaciones blancas, y adelante estoy yo con la cartera bien abierta.

“Sra. tiene la cartera abierta” o  “Disculpe lleva la cartera abierta”, me advierten los buenos samaritanos en la calle. Con eso adelantan un escalón en el cielo.

Mis seres queridos, aunque no me hablan así de queridos, también me lo recuerdan constantemente. “Oye, cierra la cartera“. Y uno que otro se apura a cerrarla. Casi puedo leer su mente: “como eres tan descuidada, te van a robar”.

Mi cartera anda por allí con un bostezo. Se le asoma un cable de celular o de audífonos. A veces se me caen las cosas y eso es lo que más temen las personas que se preocupan por la falta de cierre de mi cartera.

Por seguridad, digo yo, llevo años comprando solo bolsas que tengan zipper o cremallera. No me fío de las que tienen un botoncito.

Pero tan pronto saco los audífonos para escuchar música en el celular; encuentro las llaves que se me han perdido en el fondo o saco la billetera se me olvida volver a cerrar la cartera. Como habrán notado no tengo cada cosa en su lugar. En mi bolsa todo viaja libre, por no decir en desorden.

¿Qué si es peligroso mi despiste? Quizás. Pero creo que los ladrones tienen buena intuición y saben que si meten su mano en mi bolsa solo encontraran una billetera gorda de recibos y facturas. Plata en efectivo, no llevo.

Y aunque a veces molesta que me recuerden mi olvido, lo agradezco. Sobre todo cuando viene de extraños porque no tendrían por qué hacerlo, pero lo hacen y sé que es de buena fe.