Hay tres tipos de taxistas: los que hablan lo justo y necesario, los que hablan como si se les pagara por ello y los que no hablan nada.
Los tres me gustan, según mi humor.
Casi siempre prefiero los taxistas que hablan lo justo y necesario. Disfruto el silencio y la oportunidad de ir en el asiento de atrás organizando mi día mentalmente, haciendo una llamada o hasta buscando un tema para esta columna. Sí, esto que está leyendo se me ocurrió en el taxi. Por hablar lo justo y necesario me refiero a que el conductor, o conductora, dice buenos días, buenas tardes y hace un somero comentario sobre la lluvia, por ejemplo: ‘Hace un rato llovió, pero hace ahora más calor’.
Están los conductores que no dicen ni pio. Uno se sube y apenas contestan: ‘mmm’. Uno se baja del taxi y es como si nada. En algunas ocasiones hasta llega a inspirar miedo. ¿Qué le habré hecho para que esté enojado conmigo?
Aun así, en días en que yo estoy muy meditativa también me gusta ese tipo de taxistas.
Y aunque no lo crean, me gustan los taxistas habladores, contadores de historias y que se ponen nostálgicos recordando el Panamá de ayer. Disfruto mucho de sus relatos sobre todo en los días de cielo azul y cuando no tengo apuro, una combinación irresistible.
Entre esos taxistas parlanchines están los que recuerdan cuando recogían mangos en Pueblo Nuevo o nadaban en un río por Juan Díaz. Están los que no olvidan su pueblo Macaracas, Chupampa o Dolega. También están aquellos que fueron vendedores de Zona Libre y que viajaban por toda Centroamérica.
No faltan los que se desahogan por sus matrimonios fallidos, los que me revelan cómo hacen para sacar la cuenta que incluye pagar el alquiler del carro, la gasolina y algo de dinerito para sí. Muchos manejan 10 horas al día o más.
Están los conductores que me comparten que sus hijas son doctoras o ingenieras. Los que recuerdan con melancolía cuando llevaban a sus hijos al béisbol o a clases de ballet.
Uno me contó que vio un ovni. Otro, que de niño hablaba con los duendes. Uno me aseguró que el fin de los tiempos se acercaba porque él lo soñó. Sí, yo también pongo esa cara de ‘no me lo creo’ que usted está poniendo justo en este momento. Soy muy consciente de que a veces esos cuentos son eso: cuentos. Y está bien. A veces.
Hay un placer en hablar con extraños. Claro, con extraños que te paren bola, que se interesen en lo que les estás contando o al menos lo intentan. Sobre todo, si ya los de la casa, tus amigos y los de la piquera se aburrieron de tus cuentos.
A gente extraña que nunca volverás a ver le puedes contar lo que sea, y quizás te crean.