Tenía 12 años de edad cuando recibí mi primera cadena. Allí estaba muerta de la risa. Era un papelito que alguien dejó en mi pupitre. El mismo pupitre de madera del IJA del Casino que estaba pintado y hasta tallado con un exacto de alguno de los pelaos que tomaba la materia de Artes Industriales. Las niñas, mientras, asistíamos a Educación para el Hogar.
La nota, escrita a mano en una hoja de rayas 8 1/2 x 11 pulgadas, más o menos decía que debía ser leída y luego pasada a 10 personas. Tenía, además, un centavo pegado con tape o una tirita de cinta adhesiva.
Si pasabas la cadena, supuestamente, recibirías algo bueno, si no te esperaban mil y una desgracias. Me dio miedo. Y eso que en ese tiempo —1986— Panamá estaba en una dictadura, le temíamos a los dóberman, y no eran los perros, sino la policía antimotín, y mucha gente cobraba en bonos. ¿Sería que muchos panameños habían ignorado las cadenas y por eso andábamos tan mal?
Metí el papel entre las hojas de un cuaderno de 200 páginas y en casa se lo enseñé a mi mamá, que me dijo: “no hagas caso y bota eso”. Qué alivio, pensé. Tenía mucha pereza de escribir 10 cartas igualitas y regalar 10 centavos, que en ese tiempo servían para la cosita de la tienda.
La gente dejaba las cadenas en las paradas o hasta en una mesa del Pío Pío. Con los años cambió la naturaleza de las cadenas. A veces dicen: “haz esto y recibirás plata” o “haz aquello y te casarás”. “Mira que fulanita lo ignoró y ahora está sin trabajo, sin casa y sin pelo”.
Cuando llegó el correo electrónico empezaron a llegar por allí, después por Facebook, ahora por Whatsapp. A veces son oraciones, a veces son avisos —falsos, obvio— sobre terremotos o tsunamis. Y la gente los comparte creando pánico innecesario.
Lo que pasa es que siempre hay un tonto, digo, ingenuo o supersticioso. Pienso circular una cadena que diga: “no seas necio, no mandes más cadenas o ya verás, y esta cadena se autodestruirá apenitas la leas”.
Pero creo que será la primera cadena que nadie compartirá.