Teníamos tres minutos en la fila cuando detrás de mí escuché a una señora abanicar su tarjeta de vacuna y sulfurarse: “¡esta fila no se mueve!” La miré. No pude aguantarme y le dije: “¿Usted sabe que en otros lugares hay gente que ha esperado cuatro horas para vacunarse?”

Me ignoró y siguió, sofocada, abanicando la tarjeta. “¡Qué ineficiencia!”, murmuró.

Teníamos menos de 15 minutos de haber llegado a la escuela Isabel Herrera de Obaldía y ya estábamos a las puertas del salón donde nos pondrían la vacuna contra el coronavirus.

La primera vez que fui a un centro de vacunación fue para acompañar a mi mamá, en la escuela Ricardo Miró. Eran las primeras dosis destinadas a los mayores de 60 años. El ambiente era tan entusiasta y cívico como el de unas elecciones. Cómo no serlo, era un paso, uno grande, para combatir el virus.

Los señores llegaron con sus mejores ropas. Algunos con sus hijos o en pareja, en carro, taxi o en busitos colegiales dispuestos por la junta comunal.

Los voluntarios los recibían desde la calle, uno ayudaba a cruzarla. Hasta había una fila para personas mayores de 80 años. La enfermera que vacunó a mi mamá alcanzó a hacerle una broma, le preguntó en qué brazo quería vacunarse y le pidió que se relajará. Mi madre pasó sus 20 minutos de reposo sin percance. Al salir le entregaron una botellita de agua. A toda esa experiencia mi mamá la llamó trato Vip de vacunación.

Mi primera dosis me tocó en la escuela Isabel Herrera Obaldía, a las 4:00 p.m. Era el turno de los de 40 años y más. Y aunque a esa hora ya los voluntarios lucían más cansados, todo el trámite fue expedito. Me solicitaron mi cédula. Me pidieron esperar, sentada.

Cuando sumamos seis personas nos hicieron pasar al salón de clases donde vacunarían. Después fuimos a otro salón a esperar 15 minutos. Allí en una esquina de un pizarrón estaba escrita la fecha 9 de marzo de 2020. El tiempo se había congelado.

Ahora vuelvo a ese viernes a las 10 de la mañana poniéndome mi segunda dosis, un mes después. Todo bien hasta que la señora empezó a quejarse.

Se calmó cuando la mujer que estaba delante de mí le dijo: “señora, ¿quiere pasar primero?”

Al llegar mi turno la enfermera me preguntó en cuál brazo. Me pidió que me relajará y me sugirió aplicarme hielo si luego me dolía. Y sí me dolió. Luego tomaron mis datos y escanearon el código de barras de mi cédula ¡qué moderno!

Vi a mi gente panameña seria y eficiente en esta jornada de vacunación. Algunos campechanos y echando cuentos, hay que decirlo; pero orgullosos de su labor. Los panameños somos capaces. Ver esa dedicación fue mi experiencia Vip.