Algo mágico ocurre cuando sales con niños a hacer mandados. ¿No les ha pasado? Empiezo por decir que hay una transformación en el adulto que va con el niño. Los sentidos se nos agudizan. En mi caso siento crecer un tercer ojo en mi nuca que me permite ver casi en 360 grados al caminar por la acera o la calle. Estás pendiente de los huecos, de los carros, de los carros que vienen en reversa, de la moto que se sube a la acera, del perro que no parece entrenado. Se afinan los sentidos para prevenir los peligros.
Tu cartera se hincha y pesa más porque allí llevas un kit de emergencias o, mejor dicho, de por si las moscas: pañitos, curitas, ropa de cambio y que no se te olvide una frutita o galletita para combatir el ‘tengo hambre’ o ‘cómprame helado’ (la realidad es que una galleta integral no tiene la mínima oportunidad frente a un helado). Y no estoy hablando de bebés, para hablar de lo que llevan los padres con bebés me haría falta ocupar una columna entera.
Pero, además, ves crecer a tu alrededor, de forma inesperada, otras cosas: la amabilidad y la bondad de los desconocidos.
Hasta los que nunca responde a los buenos días, lo hacen si es una vocecita la que hace el saludo. El corazón de muchos se ablanda cuando se trata de niños. Se acuerdan de sus hijos, sus sobrinos, sus nietos o se recuerdan a sí mismos a esa edad.
Los niños necesitan ser cuidados, protegidos. Creo que es algo que la mayoría hace de manera natural, pero a la vez que los cuidamos ellos nos hacen mejores personas.