Regresaba al mediodía de una entrevista por Parque Lefevre cuando escuché el cacareo de unas gallinas. “Qué raro”, pensé. No se veía ningún chiquero o patio cerca, solo talleres de carros y uno que otro palito de mango en medio de un sol que pelaba. El cuchicheo de las gallinas me resultó un chiste entre el esmog y la pitadera descortés de los conductores, que para eso sí están.
Pero conociendo como conozco a las gallinas, y las conozco bastante, no es de extrañar que aparezcan en cualquier lado. En especial donde no las llaman.
En casa de mis abuelos había un chiquero enorme, y quién sabe cómo la puerta siempre quedaba abierta. Mentira. Sí sé cómo: nosotros olvidábamos cerrarla cuando nos metíamos allí a jugar, a comer ciruelas o a ver qué inventábamos. Tampoco ayudaba que la cerradura multipuntos de la puerta del chiquero consistía, casi siempre, en una triste piedra para ajustarla.
Con tan flaca seguridad y tal tanda de chiquillos traviesos por allí cerca, a cualquier hora podían estar todas las aves afuera: la pezcuizipelá, la carata, la blanca, el gallo viejo, el otro gallo que nunca pisaba, y la mamá gallina con cinco pollitos detrás. Hacían fiesta. Había que correr a encerrarlas.
Todo el que ha tenido familia en el interior sabe que no hay cosa que mortifique más a las señoras de la casa que un montón de gallinas desperdigadas andando por allí como si fueran las dueñas de la casa.
Tan pronto se veían libres de las rejas del alambre de ciclón las muy prófugas y descaradas se dirigían al jorón, que era donde comíamos; daban la vuelta por la cocina a ver qué había; se subían a los bancos y hasta volaban al fogón; apagado, claro, tan bobas no eran.
Eran capaces de ir a la sala a ver televisión y hasta de poner debajo de las camas. Cosas que por supuesto mi abuela jamás habría permitido.
Ese atrevimiento de las gallinas viene de generación en generación. Las señoras del campo han tenido que añadir a su vocabulario mil formas de espantarlas: ¡zape! ¡chhhsss! ¡chuuuuu! ¡afuera! ¡largo! Nada les hace porque al rato vuelven.
La discreción no es una cualidad gallinácea. No señor. Son cacareadoras, o sea bulleras para que todo el mundo sepa que llegaron, y lo peor es que van dejando sus gracias por todos lados. Una vez me tocó ver un pollo que con artes de Mandrake logró subirse a nuestra cama solo para dejar allí una tortita muy bonita. Regia ella.
Por supuesto, las gallinas nunca van a faltar en una casa del interior gracias a que ponen los ricos huevos para el desayuno y algunos domingos presa para el sancocho. Y sin gallinas ¿con quién pelearían las abuelas belicosas?