Hace unos días estuve en la ciudad de Bogotá. Con su amabilidad de siempre, después de cada comida, me ofrecieron una aromática. Tiempo atrás aprendí de qué se trata, pero no me rindo y sigo preguntándoles a los colombianos, que me quieran escuchar, por qué le llaman así a lo que en casi cualquier parte del mundo es un té o una infusión. Sí, sé que no es lo mismo.

Algunos, en vez de una respuesta, se apresuran a darme ejemplos de otras formas regionales de llamar a ciertas bebidas. Por ejemplo, que al café negro le dicen tinto. No sé por qué, pero no hallo misterio alguno en eso. Aunque si tengo un nuevo misterio por resolver en Panamá: ¿por qué, ahora, cuando pides un café negro en un restaurante o cafetería te preguntan o casi te corrigen ‘americano’? Desde cuando acá el café negro de toda la vida se llama... Bueno, dejemos ese tema para otro día.

Volviendo a Bogotá. Tampoco me resistí a nuevamente indagar a qué se debe el uso de ladrillos rojos en las construcciones. La ciudad bogotana tiene una silueta rojiza que le da un toque muy singular y bonito. No puede ser una coincidencia. Conozco muchos edificios en los que los residentes no se ponen de acuerdo ni para mantener el mismo color de las puertas.

Sé que podría buscar en Google la respuesta al uso de los ladrillos rojos en la capital colombiana, pero no es tan divertido como preguntar. Mejor es ver las caras de los cuestionados que se extrañan de tales preguntas y a veces se incomodan, pienso yo, por nunca haber reflexionado al respecto.

Cuando uno viaja siempre ve las cosas de manera diferente, lo que para los del lugar es normal al resto nos sorprende, maravilla o asusta. Unos colegas me preguntaron una vez si el hecho de que Panamá tuviera tantos carros se debía a la presencia de los estadounidenses en Panamá. Mi respuesta fue que había muchos factores involucrados: el transporte público no era tan bueno, ni el clima ni las aceras eran tan amigables para caminar largas distancias. Por otro lado, existe cierta buena oferta y cierto poder adquisitivo que permite a los panameños comprar carros. Hablé mucho, pero no creo haber satisfecho su curiosidad.

En otro ocasión sí lo logré: en el refrigerio (palabra muy panameña) de un encuentro de periodistas en Panamá, una colega de Sudamérica probó una empanada de queso que estaba deliciosa. Aplausos para el chef, pensé yo mientras le daba un mordisco. Pero ella, creyendo que se trataba de un plato típico panameño que recién descubría, me preguntó: ‘cómo le llaman ustedes a esto’. Mi respuesta fue empanada.

Otra pregunta que siempre me hacen los que viajan a Panamá es por qué los acondicionadores de aires en oficinas y salones de reuniones de hoteles los ponen tan frío. Afuera la gente se derrite, pero adentro urge un abrigo. Esta, queridos lectores, es una pregunta que ni siquiera me aventuro a contestar. Solo muevo la cabeza con resignación.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

* Suscríbete aquí al newsletter de tu revista Ellas y recíbelo todos los viernes.