Cuando entré a trabajar a La Prensa yo era una practicante, una pelaíta. Tengo fresquita esa sensación de cuándo alguien me preguntaba mi edad y yo, penosa, contestaba: ’21 años’ o ’22 años’. La respuesta que a veces me devolvían era una mirada de compasión en la que yo leía: ‘Pobre. Está empezando, ni sabe qué es la vida’. Y no, yo no sabía.
Ellos sí. O al menos la mayoría de los que me hacían esa pregunta. Les había tocado trabajar en el diario en la época de la dictadura militar, cuando había que huir de los doberman (antimotines); cuando la guardia le disparaba al edificio o entraba a vandalizarlo. Vivieron la clausura del periódico por dos años.
Cuando cerró el diario, en medio de la crisis previa a la invasión, les tocó hacer de todo para llevar pan a su casa. Vender verduras a los vecinos; comprar huevos y revenderlos; emplearse en una empresa que vendía pollos. Trabajaron con sus manos de cualquier forma.
Era difícil imaginar que esos profesionales, que yo veía bien puestos en sus oficinas, habían hecho trabajos tan diversos. Yo, de estas historias no me acordaba, hasta que hace unos días hablé con una amiga que también entró a trabajar en La Prensa en aquella época.
En medio de esta pandemia, que ha suspendido la mayoría de las labores económicas y se va chupando los ahorros, mi amiga recordó que en un pasado reciente a los panameños nos tocó hacer de todo para sobrevivir.
No había dinero en las calles durante la crisis de 1988 y 1989. Estados Unidos dejó de hacer circular el efectivo y teníamos billetes sobados, cansados y gastados. Los clientes de las publicitaria llegaban a pagar en especias, eso me lo contó un publicista. La gente lo aceptaba pues no había de otra.
Se popularizó el trueque. “Ofrecías lo que tenías (no necesariamente tenías de más) para obtener otras cosas”, me contó otra amiga. Ella recuerda la solidaridad entre los vecinos, y que su mamá solía aconsejar a otros padres comprar helados a los niños para crearles un momentito de felicidad o hallar otras pequeñas formas de celebrar.
Con estos recuerdos, mis amigas querían decirme que en vez de estar añorando volver pronto a la vida que llevábamos antes, necesitábamos recordar lo fuerte y resistentes que alguna vez supimos ser.
Y aunque yo no tenía tan presentes todas esas historias, sí recuerdo una cosa: el brillo en los ojos de quienes nos contaban esas anécdotas, pues vistas en retrospectiva eran prueba de coraje y valor.