Solo necesitaba una limpieza dental. Visité una clínica nueva para mí y cuando pasé al consultorio noté que la televisión estaba encendida. Me senté, me acomodé tanto como es posible acomodarse en el sillón de un dentista, y ya tenía el tubito en la boca cuando me doy cuenta de que en la pantalla estaban pasando La Rosa de Guadalupe.
¿Saben de qué trata? Bueno, es como una telenovela corta en la que meten los puñetazos, gritos y llantarria que caben en una telenovela de 50 capítulos. En los últimos minutos aparece la rosa de Guadalupe, y santo remedio. Todo se soluciona.
Yo, ingenua, confiaba en que la dentista me preguntaría si quería ver eso o apagaba el televisor, como lo hacía mi antiguo y querido dentista, que cerró su consultorio y en mala hora le perdí la pista.
La nueva doctora que tenía ante mí conectó el taladro y dejó encendida La Rosa. Cerré los ojos y traté de ignorar las canalladas de que era víctima la protagonista, pero entonces noté que el taladro seguía chirriando y la dentistas paralizada. Varias veces me dejó con la boca abierta y, mientras ella estaba hipnotizada viendo las cachetadas y los gritos en la pantalla, yo con el tubito en la boca.
Ustedes dirán, ¿por qué no salí huyendo de allí? También me lo pregunto. Fuera de mi mala experiencia, lo cierto es que esos programas fascinan a miles, qué digo miles, millones de personas.
Los consultorios de muchos hospitales privados están llenos de televisores con La Rosa de Guadalupe y sus programas primos hermanos.
Uno va adolorido y quizás angustiado porque escapó del jefe para ver al doctor, y encima tiene que aguantarse eso. Sume el estrés del bolsillo. Bastante cuestan las consultas, las medicinas y hasta el estacionamiento de los consultorios. Nombe, no. Hace unos días una amiga abrió mis ojos a una realidad peor: “Roxana, los televisores de los consultorios no son para los pacientes, son para los que trabajan allí”. Algunos tienen letreros de “prohibido tocar” o “no cambie el canal”.
Por eso en Panamá la atención al cliente o paciente está como está. ¡Mal! Y no hay rosa de Guadalupe que haga el milagro.