Un día haré una guía, bastante innecesaria, sobre algunos tipos de personas que siempre encuentro en las filas para pagar el supermercado.

No podrán faltar en esa lista los que llevan una carretilla tan enorme como para no volver más por víveres, al menos en un mes. Junto a esos siempre se puede ver a los que se rehúsan a usar carretillas o canastas: llevan todo en las manos a punto de desmoronarse. Varias veces he sido de esos imprudentes que van a comprar una cosita y salen con 20.

No faltan los que, una vez formados en la fila, entran y salen a cada rato porque van por la salsa china que olvidaron, el té de canela para el desayuno o los coditos en descuento, mientras se excusan con: ‘señora, guárdeme el puesto’, ‘no demoro’. También está otro grupo de compradores que entra a buscar uno o dos artículos y quedan en medio, desamparados, de los que van con carretillas como si fueran montañas.

Dentro de ese último grupo hay dos tipos de personas: las apuradas, que empiezan a moverse inquietas para ver si el de adelante se compadece, o desespera, y les dice: ‘pase pues, pague usted primero’ y los otros que aguardan su turno estoicamente.

Casi siempre soy de esas personas que aguarda su turno en la fila calladita y le incomoda un poco aceptar cuando alguien le cede su turno. A menos que de verdad esté yo de apuro, entonces agradezco al cielo por esos buenos samaritanos.

Hace unos días entré al supermercado por una botella de agua. Estaba en un centro comercial y no quería pagar el triple por ella en el área de restaurantes. Hice mi fila con mi botellita de agua y bastante paciencia, pero la señora delante de mí empezó a mirarme. Yo miré para otro lado y me puse a revisar el teléfono para que no sintiera que debía cederme el puesto. Yo podía espera. Mientras, puse mi botella de agua en la cinta de la caja para pagar.

Cuando la señora iba a pagar sus cosas miró mi botella, me miró a mí y dijo en inglés: ´yo voy a pagar eso por usted’.

La Roxana de hace diez años le habría agradecido con una sonrisa incómoda y le habría dicho que no era necesario. La Roxana de hace 20 años habría salido huyendo, quizás pretendía hacerme el paquetazo o, peor, venderme batidos adelgazantes.

De niña, en casa siempre me decían que no aceptara pastillas de desconocidos. Como periodista, la ética dicta no aceptar regalos ni favores que vayan más allá de una cortesía. Una pluma está bien, pero no la llave de un carro.

Llegué a pensar que no estaba bien aceptar regalos de quiénes menos tienen. Grave error porque, como dice un refrán, nadie es tan pobre que no pueda darte una sonrisa y nadie tan rico que no la necesite. No solo es bueno dar, también lo es aceptar.

La yo a de hoy sonrió y le dijo muchas gracias a esa desconocida que me regaló una botella de agua.


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