Silencio. Eso es lo  nos pedían los adultos a los niños durante la Semana Santa. Igual lo exigían el resto del año. Pero durante la cuaresma lo hacían con una severidad especial.

Cállense nos decían con un ¡chsss! o simplemente con la mirada. Y bastaba, pero solo por unos minutos porque tan pronto podíamos volvíamos a nuestra bulla y corrinchos. Niño es niño.

Sin embargo, el Viernes Santo la solemnidad era total. Allí no nos dejaban ni una rendija por la que escurrir nuestras travesuras o ese no poder estar quietos.

Al ‘no pueden ir a la quebrada porque se vuelven pez’, ‘no pueden subir palos porque le sale rabo de mono’ ‘ni comer carne ‘ se sumaba no se puede hacer nada. De milagro la abuelita cocinaba.  Miento, cocinaba al día anterior. No barría, no pilaba, no limpiaba el monte. Los niños ni siquiera podíamos agarrar una rama seca del palo de mango para escribir nuestro nombre en el suelo, pues te volvías la ramita, no te lo decían pero era obvio que eso pasaría.

Sin embargo, si había una palma o un árbol que no quería parir ese día le daban unos cuerazos pues se creía que era el mejor remedio para la falta de frutos.

El Viernes Santo no se parecía a ningún otro día. Generalmente el cielo amanecía despejado pero hacía las tres de la tarde se encapotada. Las pocas emisoras que funcionaban solo transmitían el Vía Crucis, que era representado , en carne viva, en algún lugar del país.

Las televisoras tampoco trabajaban. Mucho tiempo después  empezaron a transmitir, ese día, películas de Moisés  u otras historias bíblicas.

Lo cierto es que a pesar de todas las restricciones los niños participábamos de casi de todas la actividades que tenían que ver con la tradición de la Semana Santa. Ibamos a los via crucis, asistíamos a las procesiones y por supuesto comíamos el arroz con dulce que solo para esas fechas se hacía en casa.

Tengo un recuerdo muy especial de la Semana Santa. Todo lo que la rodeaba a esta fecha tenía un significado especial para los abuelos. De esa manera nos transmitían sus creencias y fé.

Ahora de adulta, la observo como un momento de reflexión y conexión con lo sagrado. Una pausa para entender que si estamos aquí no es por casualidad y que hay algo más, mucho más, de lo que podemos ver.