La gente en la ciudad de Panamá anda apurada. Camina rápido. Pita si la luz cambia a verde y el carro de adelante no se mueve. Aprieta el botón dos veces, y tres, si el ascensor no llega. Desespera cuando el de adelante, en la caja, se demora al pagar.
La gente no tiene tiempo. Deja a los niños corriendo cuando los lleva a la escuela o a un cumpleaños. Y es que ya va tarde. Ya tendría que estar en otro lado.
La gente aprovecha las filas, los tranques o las salas de espera para llamar, mandar correos electrónicos o comprar por internet.
Todo está a un clic de distancia pero el tiempo alcanza menos.
Antes había que ir en persona a pagar el agua, la luz y el teléfono. ¡En lugares distintos! Si alguien requería un vestido especial iba a la modista ¡varias veces! a medirse, así fuera en Santa Ana o Tocumen. No había motorizados que trajeran comida a domicilio, no había banca por internet, ni videollamadas para preguntar a alguien: “¿te gustan estos zapatos?”.
Tenemos todas esas facilidades y sin embargo, la vida se nos complicó.
Antes los niños iban a la escuela y ya. Ahora tienen exámenes, maquetas, proyectos y charlas todos los días. Los padres vuelven a la escuela con ellos.
Antes los cumpleaños se hacían en casa ¡se hacían las canastitas con papel crespón! y aún así no era tan complicado como hoy. O eso creo.
Antes las persona hacían dulces para venderlos y ya. Ahora, deben tomarles fotos, videos y luego compartirlos en las redes sociales y contestar los mensajes de ‘¿precio?’.
Los puestos de trabajo que antes te pedían hacer cinco cosas, por decir algo, ahora requieren que hagas cuarenta.
Tal vez es que queremos abarcar demasiado, tal vez es que decimos sí a mucho y no pedimos ayuda. Pero no nos sobra el tiempo.
Se supone que el futuro nos iba a traer más comodidad, pero nos hemos encargado de complicarnos.