Marzo es el mes de los vientos, me parece a mí. Los árboles están casi calvos. Sus hojas secas hacen alfombra en el Parque Omar.
Suelen escucharse los totorrones. Cualquier día de finales de mes aparece la lluvia y el olor a tierra mojada, que a mí nunca me ha gustado porque me trae recuerdos de que se acabó el verano, ese que yo tanto disfrutaba en San Carlos. Ahora huele a Lysol. Y alcohol. A veces huele tanto a cloro que temo vamos a enfermar por los químicos.
En los pocos ratos que salgo no me llama la atención el viento ni las flores rosadas del roble, sino los tapabocas que más gente lleva en la calle. Los muchos comercios que veo cerrados y otros emparapetados con madera o verjas para protegerse. “¡Sepárense más!”, dice un señor en la farmacia y otro grita lo mismo en el supermercado. Hace que miremos las líneas en el piso que indican la distancia social que debemos guardar, por salud.
En casa, por más que hemos tratado de no hablar todo el tiempo del tema, mi hija de cinco años sabe lo que está pasando. Sabe que por ello no puede ir a la escuela. En estos días, contó por teléfono: “abuela, casi me atrapa un coronavirus pero yo me le escapé”. Y sonreímos ante esa inocencia. No sin desaprovechar la oportunidad para decirle que puede combatir el virus lavándose las manos. Por una parte me alegra que sea tan pequeña, y que no se preocupe como el resto de nosotros.
Pero ya es lo suficientemente grande para atar cabos. Tal vez por eso me preguntó hace poco, molesta: “¿para qué sirve el coronavirus?”. Yo sabía porqué me hacía ese cuestionamiento. Le hemos contado que todos los seres en el mundo tienen una razón de ser. Hasta las culebras, las arañas o las espinas de las flores. Le advertimos que debe cuidarse, pero también debe entender que cumplen una función.
Mi hija decía: ‘si el coronavirus es malo, hace daño ¿por qué existe?’ Y me dejó reflexionando, como solo lo saben hacer los niños. Traté de convencerla de que había una razón para ello, aunque aún no sabemos cuál es.