Después de tres años de ausencia volvió, de manera presencial, la Feria Nacional de Artesanías. Cada año mi madre y yo tenemos una cita allí. La pregunta no es si vamos: es cuándo vamos a la feria.

Este año fuimos el viernes, poco después del mediodía. Con la esperanza de evitar los tumultos del fin de semana. Compramos nuestros boletos en una de las taquillas del Centro de Convenciones Atlapa y allí ya se respiraba el olor a ¿guandú? ¿torrejitas? La vendedora de entradas nos confirmó que detrás de ella estaba el pasillo gastronómico. Pobre de usted le dije. Y me sonrió.

Entramos y se escuchaba la música. Había un diablo espejo bailando y si uno ponía cuidado podía distinguir, a lo lejos, el sonido de la mejorana. También se escuchaban los ‘¡hola!’, ‘¿qué haces por aquí’, ‘tanto tiempo sin vernos’. Por qué la feria es un lugar de reencuentros. La gente va sola o acompañada e igual la disfruta.

Yo pasé a reencontrarme con algunas de mis artesanas favoritas: Migdalia Mojica que tiene ahora una serie de perezosos y empolleradas en fieltro. Saludé, y le compré, a Luzmina Jalil que viene de Colón y hace hermosas muñecas, tazas y separadores de libros con dibujos de elementos tradicionales panameños. No pude saludar a Elsa Canto y su marca Abissag, autora del libro Señoras Polleras y quien hace regalos folclóricos con estilo Kawaii.

En la feria siempre se puede ver a muchos artesanos ensartando cuentas, cosiendo, tejiendo, armando cutarras. Vienen de Darién, de Colón, de Veraguas, de Chiriquí… de todas las provincias y comarcas.

El diseñador y teatrista Chale Brannan iba a la feria de artesanía a comprar piezas en miniatura que usaba en su árbol de navidad: sombreros pintaos, tamboritos, empolleradas. Pude escribir sobre ello hace unos años.

No es un secreto que uno de los pasillos más gustados es el de la comida o habría que decir artesanía gastronómica. Qué rico probar un chicheme chorrerano, pepitas de marañón asadas en fogón, duro de fresa de volcán, un chorizo santeño o un plantintá de Colón. Todo eso está allí, uno al lado del otro. Pero también está la innovación, así pudimos probar licor de maracuyá, de borojó y de geisha en el stand de El Guapo.

La comida es tradición, nostalgia, recuerdos. Uno se sorprende buscando esa changa con el sabor parecido al de la abuelita o tratando de evocar su infancia a través de un sorbito de chicheme.

Este año hubo énfasis en los talleres abiertos al público: tambores, tembleques, orfebrería, bordado. Una artesana nos mostró como se hacían los tembleques de escama de pescado. Los estaba elaborando junto a una alumna. Nos hizo con alambre dulce un resorte, que es lo que da a la pieza el nombre de tembleque.

Había tanto que ver y mi hija quería verlo todo (sí, ella no podía faltar). Le comenté: hay personas que vienen aquí y se quedan todo el día. Y una señora quien iba delante de nosotras con su nieta y nos escuchó hablar, volteó a mirarnos y nos dijo: ‘Yo soy una de esas. Por qué dónde más se puede ver todo esto reunido’. Yo le sonreí dándole la razón. Sus palabras reunían el principal encanto de la feria y de quienes la organizan: poner en un solo lugar una muestra del arte y las tradiciones de todo el país. Larga vida a la Feria de Artesanías.