Me parece que fue hace mucho tiempo que estábamos con los preparativos y sofocos de la Jornada Mundial de la Juventud. Pero fue hace poquito, tres meses. Aprendimos mucho al organizar esta actividad multitudinaria, pero, sobre todo, aprendimos de nosotros mismos. Somos mejores de lo que creemos. Porque, entre otras cosas, ¡sorpresa! Resulta que nos gusta recibir gente.

No sé si recuerdan, pero cuando se dijo que había que albergar a miles de personas, varios, incluyéndome, se despelucaron. ¿No sería mejor dejar eso a las personas del interior del país que han demostrado ser más cálidas, más cordiales, y bueno, mejores anfitrionas?

Pero, no se había terminado la Jornada cuando ya las familias de acogida se sentían tristes, pues sus huéspedes se habían marchado. Tanto se encariñaron con ellos que no querían verlos marchar tan pronto. Yo no lo podía creer, ¿hasta hace poquito no decían que les daba miedo meter a cualquier desconocido en su casa? Bueno, tal vez no todos dijeron eso, pero algunos sí.

También hay que reconocer que hubo quien se quedó con ganas de recibir peregrinos. Nunca llegaron. Yo quedé probando un delicioso pan relleno que un panadero horneó, en gran cantidad, para alimentar a un grupo de muchachos; cuando no vinieron no le quedó de otra que ofrecer el pan a amigos y vecinos.

Ese tipo de anécdotas refleja que mucha gente se preparó y se llenó de entusiasmo para dar la bienvenida a personas que no conocían. Eso habla muy bien de ellos.

La Iglesia católica dijo: “los peregrinos solo necesitan un espacio para dormir, y punto. No tienen ni que darles comida”. Segura estoy de que la mayoría ignoró semejante recomendación. Les dieron una buena cama y una buena comida a esos muchachos, y a algunos que no eran tan muchachos.

Conozco a unos señores retirados que se convirtieron en guías turísticos de sus peregrinos, que también eran personas mayores, y se quedaron un poco más. Estos anfitriones vieron a su país con otros ojos al mostrarlo a estos visitantes. Al despedirse hicieron el compromiso de algún día visitarlos.

Recibir en casa supone incomodidad, supone variar las rutinas, pero cuando se hace espacio en la casa, también se hace un espacio en el corazón. En esto podemos estar de acuerdo, sin importar religiones.