Cansa escucharlo, pero es verdad: Gracias a la pandemia hemos tenido que hacer de tripas corazón, ensillar gallotes, hacer lo que dijimos nunca haríamos. Esta misma semana la ciudad de Panamá ha movido sus desfiles del 3 y 4 de noviembre al estadio Rommel Fernández.
Ya sé, me dirán que no fueron desfiles. Fue una exhibición de bandas escolares de música. Esas veneradas bandas que son inseparables del mes de noviembre en Panamá. Basta oír el pum pum de los tambores y el tin tin de las marimbas para que asome la vena patriótica o se nos atore la nostalgia en la garganta.
Esta exhibición en el estadio fue, obvio, más corta, más vistosa y, por supuesto, más ordenada que cualquier desfile en la vía España, Calle 50 o en la Cinta Costera. No hubo necesidad de trancar ninguna calle, no hubo buhoneros metiéndose entre las batuteras gritando ‘sooooda, bien fría’ tampoco había acudientes llevando agua y meriendas al final de las delegaciones.
¿Y si mudamos los desfiles a un estadio?
Los estudiantes, al parecer, debieron esperar menos tiempo y hacer una presentación más breve que les ahorró un par de las ampollas que dejan esas botas altas. También les evitó horas de exposición a ese sol picoso de noviembre que solo se calma con un chaparrón de agua; quedan chorreando los uniformes recién planchados y los quepis.
Al ver tantas ventajas pronto empezaron las comparaciones y los comentarios entre el público, que ahora se deja escuchar, y bien fuerte, en redes sociales. ¿Y por qué no se hacen los desfiles en un estadio?
El Gallinazo, el medio satírico panameño por excelencia, estuvo entre los primeros en expresar que así, encapsulados, deberían ser las próximas manifestaciones patrióticas. En el Instagram de Revista Ellas compartimos esa afirmación y 300 personas quisieron opinar.
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Algunas argumentaban que con esta fórmula los desfilen ‘no interrumpen el tráfico’ y son solo ‘para los que les gusta’. Hay que recordar que este es un acto de amor patriótico, una presentación para la cual los alumnos se preparan, con disciplina, durante meses. Participar en los desfile es un honor y se convierte en una experiencia que se convierte en parte de las memoria.
No concuerdo con ese punto de vista tan individualista de que el desfile ‘interrumpe’, ‘me molesta’ y por eso, mejor, háganlo por allá lejos’. Ni que se hicieran todos los meses. Las vías públicas una o tres veces al año bien deberían poder disponerse para un disfrute general. ¿Por qué no?
Algunos defendieron el desfile en la calle como una tradición, algo que es abierto al público y que tiene como mayor encanto su sabor de la calle, el que la gente ponga su sillita o banco en la acera, que se coma su raspao, que lleve a los chiquillos vestidos de pollera y salga con un elemento de la marea roja.
La presencia de la gente, bastante gente, es importante para estos actos. Una de las pocas críticas a esta exhibición en el Rommel fue la casi ausencia de público. Estaban vacías las gradas y no era por aforo limitado.
No voy a negar que a nuestros desfiles les falta orden, y que no me parece bien lo que ha pasado en los últimos años en que marchan no se cuantas instituciones del Gobierno antes que los estudiantes. La gente va para ver a las escuelas o enciende el televisor para observar pasar a un sobrino o la delegación de su alma mater. No es para ver a los llamados ‘estamentos de seguridad’. Me perdonan, pero es la verdad.
Es cierto que en Río de Janeiro su famoso desfile de Carnaval se hace en un sambodromo, pero esa no es una actividad para todo el mundo. El pueblo hace sus carnavales y encuentros en las calles y en los barrios.
Todas las dificultades despiertan el ingenio. Por aquí se nos abrió una ventana. Un espacio para pensar otra forma diferente de hacer las cosas. O una posibilidad de abrir un nuevo espacio para que nuestros estudiantes compartan su talento y esfuerzo.